La desconocida guerra santa del emperador bizantino Heraclio
Uno de los ejes fundamentales en torno al cual se estructuró no solo el mundo medieval cristiano, sino también el musulmán, fue el concepto de la guerra santa. No era algo nuevo, el recurso a la “guerra sagrada” o el uso de lo religioso para consolidar una sociedad en guerra es algo tan viejo como la propia guerra. La guerra, reconozcámoslo, se estructura y desarrolla en torno a una realidad central, la muerte, y la muerte es fundamental en toda construcción religiosa y cultural.
22 septiembre 2024.- Ahora bien, la yihad musulmana y la cruzada cristiana fueron sin duda dos exponentes máximos de hibridación entre religión y guerra. Curiosamente, en la consolidación de la idea de guerra santa en ambos espacios de civilización, aparece la figura de un emperador, Heraclio, el último soberano romano en ejercer su autoridad de un extremo a otro del Mediterráneo y cuyas victorias incluso son el tema de una de las profecías contenidas en El Corán (30,1-4), y ello a la par que fue percibido por los cristianos de su tiempo como una suerte de emperador mesiánico cuyas batallas y victorias anunciaban la inminente segunda parusía de Jesucristo y la consumación de los tiempos, dejando en la conciencia europea medieval la idea de que había sido el precursor de los cruzados y el máximo exponente de un nuevo tipo de modelo heroico que preludiaba ya los rasgos de lo que siglos más tarde se conocería como “caballería cristiana”
Y es que Heraclio, llegado al trono constantinopolitano en un momento en que el Imperio se veía al borde del colapso, tuvo que echar mano de todos los recursos disponibles para galvanizar a sus soldados y súbditos y enfrentar así con éxito el “diluvio de fuego y sangre” que asolaba la Romania. Ese “diluvio” no era otro que la gran guerra romano-persa de 603-628, sin duda uno de los conflictos más brutales y decisivos de la historia universal y no solo porque se librara en tres continentes e implicara a los dos imperios más poderosos de su tiempo, el romano y el persa, sino porque fue el preludio necesario e indispensable para el surgimiento del islam y para su futura e inmediata expansión.
Entre 603 y 608 el Imperio romano se vio sometido a una vorágine de purgas, luchas religiosas, revueltas sociales y guerras civiles que por sí solas ya habrían socavado los cimientos de muchos imperios menos poderosos. Pero a todo eso se sumó la guerra con la otra superpotencia del mundo antiguo: Persia. Cosroes II Parviz el Victorioso no desaprovechó la ocasión y envió a sus sphabad, generales, a derribar las fortificadas fronteras de la Romania. Shahrbaraz, “el jabalí furioso” de Persia, y Shain fueron dos spahbad especialmente diligentes en dicha tarea y para 609 los ejércitos sasánidas estaban ya penetrando en Capadocia y Siria.
Mientras tanto, el exarca de Cartago, la máxima autoridad militar y civil del África romana, Heraclio el Viejo, uno de los pocos generales romanos que había escapado de las sangrientas purgas del emperador Focas (602-610), se alzaba en armas y enviaba a su hijo, Heraclio, al mando de una expedición marítima que debía de tomar Constantinopla. Esta expedición ya se revistió de tintes heroicos y caballerescos que las fuentes, no solo las bizantinas, sino también las occidentales, recogen con fruición. Y es que Heraclio avanzaba con una flota sobre la que ondeaba el estandarte azul y púrpura de “la Virgen como trono de Cristo” y además de derrocar al tiránico Focas, tenía una misión propia y personal: rescatar a su prometida, la bellísima Fabia, una joven noble africana retenida como rehén por el imprevisible y brutal emperador.
Ruge la guerra
Así que la historia de Heraclio comenzó ya como una aventura digna de un buen caballero medieval y las fuentes de los siglos VII y VIII se recrearon en ello. Para dar fe de tan heroica empresa, basta con leer los magníficos poemas que Jorge de Pisidia, amigo y poeta de Heraclio, compuso en aquellos días.
Heraclio logró sus objetivos en un mismo día, 4 de octubre de 610: tomó al asalto Constantinopla, liberó a su prometida, ejecutó al usurpador Focas –un emperador que no hubiera desentonado en una reunión con Calígula, Nerón, Domiciano y Cómodo–, se coronó y se casó con Fabia, que adoptó el nombre imperial de Eudocia (Teófanes 6102, 298-300; Jorge de Pisidia, In Heraclium ex Africa redeuntem).
No era mal final para una historia de un futuro libro de caballería. Pero la historia real siempre es más compleja. Mientras Heraclio navegaba hacia Constantinopla y su primo Nicetas ocupaba Egipto, los ejércitos sasánidas campaban a sus anchas.
Lo siguieron haciendo y no solo ellos. Lo único bueno que el felizmente ejecutado Focas había logrado era haber mantenido la frontera danubiana frente a ávaros y eslavos. Su muerte significó el fin del tratado con el jagán de los ávaros y en 611 las hordas de jinetes ávaros y las salvajes bandas guerreras de las tribus eslavas se desparramaron por los Balcanes. Pronto llegarían hasta el Peloponeso y los arrabales de Constantinopla.
Rugía la guerra. Antioquía fue tomada por los persas y las tropas romanas, conducidas por Heraclio, fueron desechas en dos reñidas batallas libradas en Antioquía y en los desfiladeros del Tauro. Un tercer ejército romano, encabezado por Nicetas, fue igualmente derrotado en Siria y Damasco fue saqueada en 613.
Jerusalén fue asediada. La ciudad vivió escenas apocalípticas. Los persas habían logrado el apoyo de la población judía de Siria y Palestina y cuando tomaron al asalto Jerusalén, el 20 de mayo de 614, los odios largamente reprimidos estallaron en matanzas indiscriminadas. Unas 35 000 personas perecieron en las calles de la ciudad Santa y otras 57 000 fueron deportadas a Mesopotamia. Mientras se producían tales atrocidades, los guerreros persas buscaban afanosamente las reliquias de Cristo y todos los objetos sagrados relacionados con el cristianismo y el judaísmo (Antíoco Estrategos, De la toma de Jerusalén).
Heraclio, emperador cruzado
Reliquias… Sí, se habían convertido en algo importante en aquella guerra imperial. La esposa del shahansha de Persia, la legendaria Shirin, era cristiana monofisita y su imperial esposo, Cosroes II, quería usar el ascendiente de su Banbishnan Banbishn, esto es, de su “Reina de las reinas,” sobre las comunidades cristianas de la Romania para atraerse su favor una vez sometidas a su nuevo Imperio persa. Por eso deseaba hacerse con las reliquias.
Todo símbolo es poder. Las emociones e ideas que se encarnan en un símbolo actúan poderosamente como catalizadores y por eso el control de los símbolos es tan importante. Quien poseyera las reliquias de Cristo poseería un poderoso argumento para difundir la idea de que el Dios cristiano apoyaba su dominio. Por eso la Vera Cruz, la reliquia más preciada de todas, fue llevada desde Jerusalén a Ctesifonte, la capital persa y honrada allí.
Otras reliquias siguieron su camino y es probable, en mi opinión, que fuera entonces cuando verdaderamente se perdiera el rastro de la Menorá, el candelabro de los siete brazos que en el 71 d. C. Tito llevó en triunfo a Roma y que Genserico, rey de los vándalos, robó de Roma en 455 llevándola a Cartago, para que Belisario, ya en 534, se apoderara a su vez de ella enviándola a Constantinopla, en donde fue expuesta en el hipódromo ante un asombrado Justiniano que, siguiendo el consejo de un notable judío, decidió que aquel poderoso objeto sagrado que tan mala fortuna había traído a Jerusalén, Babilonia, Roma y Cartago, haría bien en volver a la vieja Sion y alejarse de Constantinopla (Procopio, Historia de las guerras IV.9.5-7).
Sirva la anterior historia para que seamos conscientes del valor que las reliquias sagradas tenían en el mundo antiguo y medieval. Heraclio era muy consciente de ello y supo usarlas en mayor y mejor grado que nadie antes o después de él.
La Vera Cruz y la Cristopoliá, la “Imagen no pintada por mano humana”, esto es y con casi toda seguridad, nuestra Sábana Santa de Turín, están íntimamente asociadas a Heraclio y sus campañas y a tal punto que en toda Europa se desarrolló un “Ciclo de la Vera Cruz”, la “Leyenda áurea” en la que Heraclio y su lucha por recuperar la Vera Cruz era el motivo central. Las vidrieras de la Saint Chapelle de París, los frescos de Piero della Francesca en Santa Croce de Florencia e infinidad de obras de arte más, desparramadas desde Escocia a España y desde Rusia a Portugal, son buena prueba de ello.
Pero la asociación de Heraclio con las reliquias va mucho más allá de la Vera Cruz y la Sábana Santa. Heraclio llegó a verse como un “nuevo Noé,” como el fundador de una nueva humanidad y ello le llevó a apoderarse de las reliquias de Noé que se custodiaban en Naxcawan, ciudad armenia bajo dominio persa, en la primavera-verano de 623. Tras tomar al asalto las murallas de la ciudad, Heraclio se aseguró la posesión del “hacha de Noé” y del ramito de olivo que la bíblica paloma portó en su pico de regreso al Arca y envió las preciadas reliquias a Constantinopla (Sebeos 81; Ananias de Shirak, Geografía, p. 60).
No solo se trataba de apoderarse de reliquias propias, sino también de destruir los símbolos y objetos sagrados del enemigo. Ese mismo verano, Heraclio puso en fuga al ejército sasánida que encabezaba Cosroes II y tomó el más sagrado templo del fuego: Adharguschnasp, “el templo del fuego de los guerreros”. Heraclio apagó el fuego sagrado, contaminó las aguas del lago igualmente sagrado que custodiaban las formidables murallas del templo-fortaleza, se apoderó de los tesoros y reliquias que allí se custodiaban y destruyó el Takh i Taqdis, el “trono astronómico” de Cosroes, una de las maravillas del mundo antiguo, cuya destrucción resonó con fuerza y fue representada una y otra vez en el arte medieval y llevada a multitud de narraciones y leyendas de Oriente y Occidente (Teófanes, 6114,308-309; Patriarca Nicéforo, Historia Breve 12).
Lo sorprendente en Heraclio es que al contrario que otros emperadores y reyes, sus acciones son las que proyectan su propaganda política y no al revés. El emperador lleva a cabo gestas “heroicas” que luego canta su poeta, Jorge de Pisidia y que se difunden por todo el Mediterráneo y Oriente Próximo adoptando tintes legendarios conforme se expandían.
Reliquias y batallas
Eso resumiría perfectamente el reinado de Heraclio entre 622 y 628. En la Pascua de 622 se presentó ante el último gran ejército romano armado como un caballero bizantino más, pero portando la “Imagen no pintada por mano humana” (Jorge de Pisidia, De expeditio pérsica I, 135-145 y II,80-120). Ese mismo verano, y no en invierno como algunos aseguran disparatadamente, llevó a su hueste de cuarenta mil soldados a las montañas del Ponto. Fue una campaña épica. Se enfrentaba al mejor general de Persia, Sharbaraz, y lo derrotó a base de ingenio y habilidad. El 6 de agosto de 622, el día de la transfiguración del Señor, se libró una importante batalla en la que Heraclio dejó fuera de combate al ejército persa. Unos días antes, Heraclio se había expuesto personalmente para obligar a los persas a abandonar sus posiciones: Como los persas se mantenían sobre las colinas en actitud defensiva y no bajaban al llano para entablar combate, Heraclio formó a su ejército en línea de batalla y luego dispuso que le prepararan un banquete situando la mesa entre sus huestes y las asombradas tropas enemigas, que veían cómo el emperador romano se quedaba solo con su festín y comía con desdeñosa parsimonia, arrojándoles los huesos y desafiándolos. No aguantaron la ofensa y cargaron sobre él. Heraclio no se inmutó. Sus soldados acudieron y se combatió con saña en torno al emperador, siendo rechazados los persas con cuantiosas bajas (Jorge de Pisidia, De expeditio pérsica III,40-80).
Esta actitud “heroica” de Heraclio era clave y bien meditada. Los ejércitos romanos habían sido derrotados una y otra vez por los persas desde 603 a 621 y la moral y la confianza prácticamente habían sido anuladas. Heraclio sabía que solo el ejemplo personal las restauraría. Además, ya desde los días de Belisario, en todo el Imperio, pero muy particularmente entre los armenios que conformaban una considerable parte de las tropas de los ejércitos romanos de los siglos VI y VII, se estaban desarrollando fórmulas de comportamiento que preludiaban ya los valores caballerescos que cuajaron en el mundo medieval. Heraclio sabía que para ganar aquella guerra no bastaba con ser un emperador, sino que también tenía que ser un héroe.
Y lo fue. Se implicaba personalmente en batalla y resultó varias veces herido. En 625, el 4 de abril y sobre el puente del río Saros, hoy en Adana, Turquía, supo poner fin a la desbandada de sus tropas ante el ataque persa, plantándose en el puente y peleando en él con brío hasta que un gigantesco campeón persa se le enfrentó en combate singular. Heraclio lo derrotó y lo arrojó al río haciendo que sus tropas alcanzaran el éxtasis de la batalla y retomaran el combate con salvaje entusiasmo, salvando así la jornada (Teófanes 6116, 314).
Para nosotros todo esto es difícil de entender. La guerra antigua y medieval se mueve en parámetros que se nos escapan. Tenemos que recordar que el enfrentamiento cuerpo a cuerpo con armas blancas era algo sumamente sangriento y terrible. Acercarse lanza o espada en mano a un muro de enemigos que te esperan a pie firme blandiendo sus aceros requiere de un valor y una disciplina enormes. De ahí que el ejemplo personal, las acciones heroicas, fueran tan necesarias. Es esto lo que explica los duelos antes de las batallas. El duelo era un rito necesario para inflamar el valor propio y socavar el del enemigo. Por eso los ejércitos antiguos y medievales disponían de campeones y por eso la mayoría de las batallas se iniciaban con desafíos e insultos. Se trataba de juntar valor y eso no es fácil. De igual modo, los símbolos, reliquias, actos de fe, etc. jugaban un papel primordial, así como las arengas y otros recursos más profanos como el alcohol y las bromas cuarteleras.
Se desarrolló todo un sistema de relación con lo sagrado a la hora de tomar decisiones militares o de elevar la moral de los hombres. Una de esas fórmulas o técnicas, también usada por Heraclio, era la de la “adivinación bíblica”. En situaciones desesperadas se recurría a ella para tomar decisiones y dotarlas de la fuerza o sanción divina. Rodeado por varios ejércitos persas y con el invierno echándoseles encima a cientos de kilómetros de su base, los soldados romanos comenzaban a desesperar. Heraclio formó a sus hombres y se presentó ante ellos para decirles que se ponían en manos de Dios. Luego abrió los Evangelios y puso su dedo sobre un pasaje al azar y así obtuvo “la respuesta de Dios” a la general pregunta de qué hacer: pasarían el invierno en la Albania Caucásica, el actual Azerbaiyán (Teófanes, 6114,308). Independientemente de la teatralidad y de su manipulación, lo que importa es la habilidad de Heraclio y el ascendiente que este tipo de gestos tenía sobre los soldados.
La “equiparación bíblica”, permítaseme la expresión, también jugó un gran papel en la guerra santa de Heraclio. En 624, en el valle del Araxes, se vio nuevamente acorralado por tres ejércitos persas. Formó a sus tropas en línea de batalla para enfrentar a dos de ellos que le pisaban los talones y dispuso una pequeña sorpresa escondiendo parte de su caballería en una colina boscosa. Se trataba de derrotar a esos dos ejércitos persas que se les acercaban antes de que el tercero apareciera. Era una situación desesperada en extremo. Los aliados caucásicos del emperador, las tribus cristianas de la región estaban desertando y los persas contaban con una amplia superioridad numérica.
Ante semejante situación, Heraclio ordenó detenerse y plantar cara al enemigo que se aproximaba. Mostrándose a sus hombres en toda su gloria guerrera, cabalgó arriba y abajo de su línea de batalla mientras los persas también se alineaban para la inminente lucha. El emperador no dejaba de gritar a sus hombres: “¡Si Dios quiere, uno pondrá en fuga a miles!” (Deuteronomio 32,30). Era una cita libre que parafraseaba un pasaje del libro del Deuteronomio, y con ello Heraclio reforzaba otra de las asociaciones simbólicas que continuamente hacía entre sus tropas y la “Historia Sagrada”: Ellos, su ejército, eran el “nuevo pueblo de Israel.” Eran un ejército sagrado, un pueblo santo, y él, su emperador, era el “nuevo Moisés” dispuesto a derrotar al “nuevo faraón”, Cosroes II (Jorge de Pisidia, Bellum Avaricum I,495-500 y Jorge de Pisidia, De expeditio pérsica I,135-149, entre otras muchas y Teófanes 6115,311).
La batalla fue dura. Pero en el momento decisivo surgió la reserva de caballería que Heraclio había situado en la colina boscosa y el frente de batalla persa se derrumbó. Justo a tiempo, el tercer ejército persa se acercaba a toda velocidad. Heraclio, sin pausa entre una batalla y otra, reordenó su hueste y la condujo en columna de marcha, hacia el enemigo. Ambos ejércitos chocaron entre sí y las fuerzas romanas libraron su segundo combate en aquella jornada memorable y obtuvieron su segunda victoria.
Las campañas de Heraclio están a la altura, estratégica y tácticamente hablando, de las de un Escipión, un César o un Alejandro. Con ellos fue comparado en su tiempo y es justo que así sea aunque hoy Heraclio duerma en el injusto olvido (Jorge de Pisidia, Heraclias I,95-100, Heraclias I, 110-115).
Durante años combatió por los territorios más difíciles de lo que hoy son el este de Turquía, Armenia, Georgia, Azerbaiyán, la república autónoma rusa de Daguestán, Irán e Irak, a menudo en regiones todavía hoy inaccesibles situadas a tres mil metros de altitud y casi siempre acosado por fuerzas muy superiores a las suyas y viviendo sobre el terreno. En condiciones así, o diriges a tus hombres de forma heroica, como lo hizo Alejandro Magno, o eres derrotado.
Heraclio no fue derrotado. Sabía que tenía que ser un héroe y que los dioses/Dios deben/debe de estar contigo. Alejandro seguía los pasos de Dionisos y emulaba las hazañas de Aquiles, Heraclio se mostraba como un nuevo David, como un nuevo Daniel, Moisés o Noé, pero también como un nuevo Hércules, un nuevo Jasón o Perseo y como un nuevo Alejandro, Escipión o Constantino. Todo, el Antiguo Testamento y el Nuevo, la Iliada o la Argonaútica, podía ser usado si con ello se lograba la moral y la convicción que llevan a la victoria (Jorge de Pisidia, De expeditio pérsica III,350-355, Heraclias II,15-20, y Jorge de Pisidia, In restitutionem Sanctae Crucis 60-65)
La recuperación de la Vera Cruz
Pero aquella era una guerra sagrada y su objeto principal era recuperar la Vera Cruz. No porque fuera lo que más urgía a Heraclio, sin duda más preocupado por las rentas de Siria, Egipto o Palestina, sino porque había comprendido que el plano simbólico de la guerra era tan vital como el puramente bélico o el económico.
El 12 de diciembre de 627, en los llanos de Nínive, en las afueras de la actual Mosul, Heraclio condujo a su ejército a una batalla épica. Seguido de cerca por un ejército sasánida, aprovechó la niebla espesa de la fría mañana para detener su avance, girar y formar en línea de batalla. Cuando la niebla se disipó, los persas que seguían al ejército romano se encontraron con una relampagueante formación. Tratando de romper el asombro que atenazaba a sus guerreros, Razates, el sphabad persa, desafió a combate personal al emperador romano. Heraclio aceptó el desafío y derribó a su oponente no antes de ser herido. No hubo tiempo de atenciones médicas. La batalla se desencadenó y atronó en torno al emperador, que “como una piedra magnética atraía a los enemigos”. La infantería dailamita, infantería pesada de élite persa reclutada entre los duros montañeses del norte de Persia, se centró muy particularmente en tratar de cobrarse la vida de Heraclio. Este tuvo que pelear con ferocidad para abrirse paso y su caballo de batalla, Dorcon, recibió varias heridas pese a ir revestido de una potente armadura equina (Teófanes: 6118, 317-321; Agapios: 464-465; Sebeos, 83-84; al-Tabari: V, 1005-1006, pp. 322-324; Patriarca Nicéforo, 14; Jorge de Pisidia II: Acroatis, fragmentos; Crónica Pascual, 729-734).
Al anochecer, la élite guerrera de Persia yacía sobre el campo de batalla. Fue una matanza que, sin embargo, no quebró la disciplina del ejército sasánida que permaneció sobre el campo velando a sus muertos y que solo con el alba se retiró por las colinas.
Tras saquear los grandes palacios persas y amagar un ataque contra la capital de su enemigo, Heraclio se retiró hacia el norte saqueando y devastando la tierra persa para invernar en Ganzak, en el norte del actual Irán.
Su enemigo mortal, Cosroes II, no sobrevivió al invierno. Su prestigio estaba desecho y pronto las conjuras giraron en torno suya. Una de ellas, encabezada por su hijo, triunfó y lo llevó a la muerte. El nuevo soberano persa, Khavad II, ofreció la paz a Heraclio y con ella la restitución de la Vera Cruz (Crónica del Juzistán 236-237).
Era el final de una guerra de veinticinco años que había causado cientos de miles de muertos y la ruina de dos imperios y que cambió para siempre la percepción que de la guerra y la religión se tenían.
Como prueba final de ello, mientras marchaba de vuelta a Constantinopla, Heraclio se apartó de su camino para ascender al “verdadero Ararat”. En efecto, hoy miramos al Ararat que se alza en la frontera entre Turquía, Armenia e Irán y devoramos los documentales que nos hablan de la vieja historia bíblica de Noé y su Arca y de las supuestas evidencias de su realidad histórica. Lo cierto es que, aunque la tradición armenia vinculaba al actual Ararat con Noé desde el siglo V de nuestra era, la mayoría de los cristianos y judíos de la Antigüedad y la Alta Edad Media seguían una tradición mucho más antigua y creían que el verdadero monte Ararat estaba más al sur. Ese monte es el actual Al-Judi o Al-Cudi, en la frontera entre Irak y Turquía, que hoy día sigue siendo la montaña sagrada de Noé para millones de musulmanes y judíos.
En tiempos de Heraclio, ese monte era el Ararat y a él ascendió. Su idea era reivindicarse, una vez más, como un nuevo Noé. Como el fundador de una nueva humanidad. No sabemos qué ritual llevó a cabo en la cumbre, pero sí que durante el mismo se volvió a los cuatro puntos cardinales y que cuando bajó de la montaña lo hizo con un supuesto fragmento del Arca de Noé. Parte de ese “sagrado leño” fue depositado en un monasterio fundado en la base de la montaña. No lejos de él, el califa Omar ordenaría años más tarde edificar una mezquita en honor del patriarca, y una sinagoga, la de Esdras, visitada en el siglo XII por el viajero español Benjamín de Tudela, completaba las edificaciones religiosas que orlaban la montaña de Noé (Agapios 464-465; Jorge de Pisidia, Heraclias, I. 80-90; El Corán 11,44; Benjamín de Tudela p. 88; Eutiquio I, 39-40).
El 21 de marzo de 630, Heraclio entraba en triunfo en Jerusalén portando la Vera Cruz. Aquella entrada triunfal sería representada una y mil veces en el arte cristiano hasta el siglo XVIII. En muchas de esas representaciones se ve a Heraclio junto a una compañera simbólica, santa Elena: el restaurador de la Vera Cruz junto a la madre de Constantino, la santa que encontró la reliquia.
Miles de guerreros sarracenos, tanto gasaníes como lakhmíes y miembros de otras muchas tribus y confederaciones tribales árabes, lucharon por o contra Heraclio en los mismos días en que Mahoma comenzaba a predicar en la Meca y Medina. ¿Hasta qué punto influyó en la idea de guerra santa del primer islam el ejemplo de Heraclio? Es difícil, por no decir imposible, de calibrar. Lo que es indudable es que los posteriores cruzados vieron en Heraclio un modelo a seguir y a honrar y de ello sí que dejaron testimonio claro y explícito.
Muchos bizantinistas hacen hincapié en que la idea de cruzada no cuajó en el Imperio bizantino. Creo que es una forma reduccionista de ver el asunto. Dichos autores se acogen a una definición limitada del concepto de cruzada, definición necesariamente basada en las cruzadas de los siglos XI a XV y a partir de ahí concluyen que los bizantinos no tuvieron un concepto de guerra santa semejante al occidental o al islámico. Pero basta con leer las fuentes bizantinas sobre las campañas de Heraclio para darse cuenta de por qué los cruzados lo tomaron por su precursor.
Fuente: José Soto Chica
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José Soto Chica fue militar profesional y estuvo destinado a la Misión de Paz de la ONU (UMPROFOR) en Bosnia Herzegovina. Un accidente con explosivos le costó una pierna y lo dejó ciego, lo que le llevó a reencauzar su vida hacia su verdadera pasión, la historia. Apenas un año después del incidente se matriculó en la Universidad de Granada, y en la actualidad es doctor en historia medieval y profesor contratado doctor de la Universidad de Granada e investigador del Centro de Estudios Bizantinos, Neogriegos y Chipriotas de Granada. Es autor de las monografías Bizancio y los sasánidas. De la lucha por el oriente a las conquistas árabes, Bizancio y la Persia sasánida: dos imperios frente a frente,Imperios y bárbaros. La guerra en la Edad Oscura y Los visigodos. Hijos de un dios furioso, así como coautor de la edición, traducción y estudio de La Didascalia de Jacob. José Soto Chica ha publicado más de cuarenta artículos en revistas, entre ellas Desperta Ferro Antigua y medieval y Arqueología e Historia, y capítulos de libro en obras especializadas y también es autor de dos novelas históricas: Tiempo de leones y Los caballeros del estandarte sagrado.
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