arqueología, Tarteso
Los últimos descubrimientos arqueológicos tratan de poner rostro a una de las culturas más desconocidas y fascinantes de la península ibérica, Tarteso, que habitó el sudoeste peninsular entre los siglos IX y VI a.C. Nos sumergimos en un viaje por el espacio y el tiempo, a lo largo de casi tres milenios de historia, para separar la realidad del mito.
08 diciembre 2024.- Son cinco caras en total. Desgajadas, rotas, incompletas. Aparecieron como una sorpresa en la primavera de 2023 durante la campaña de excavación de Casas del Turuñuelo, cerca de Guareña, en la provincia de Badajoz, y son «el sueño de cualquier arqueólogo» .
Los relieves aparecidos en la primavera de 2023 en el yacimiento de Casas del Turuñuelo, en Guareña, Badajoz, son la primera muestra antropomórfica de una cultura que hasta ese momento se consideraba anicónica. La hipótesis es que se tratase de líderes o de deidades importantes para la comunidad.
¿Qué o a quiénes representaban? ¿Por qué fueron enterradas bajo capas de escombros y arcilla? Y, sobre todo, ¿qué hacían en el valle del Guadiana, tan lejos de la franja costera andaluza donde la historiografía ha situado desde siempre a Tarteso?
El concepto de Tarteso ha cambiado con el tiempo. En la actualidad es una convención destinada a entendernos al hablar de un territorio, una época y unas características determinadas. Define una cultura rica en metales cuyo núcleo se situó en el triángulo formado por las actuales ciudades de Cádiz, Sevilla y Huelva, en una horquilla cronológica que pudo abarcar desde el siglo IX hasta el V a.C..
Foto tomada en el Instituto del Patrimonio Cultural de España (IPCE)Misteriosamente, todo lo que conocemos como Tarteso en el triángulo costero atlántico –los tesoros, las tumbas y los registros que han ayudado a construir su identidad híbrida– desaparece en torno al siglo VI a.C. En ese momento Tiro, la presunta metrópoli de Gadir, es conquistada por los persas aqueménidas.
Esta nueva coyuntura geopolítica pudo trastocar el orden social y las rutas comerciales, y tal vez Tarteso no pudo seguir abasteciendo a Tiro, con el consecuente desplome de su economía. O quizá porque, tras la batalla de la colonia focea de Alalia (en Córcega) en 537 a.C., Cartago, otra antigua colonia fenicia, se alzó como nueva potencia naval en la zona.
Algunos historiadores consideran que una catástrofe natural pudo sumarse a todos estos factores. Manuel Álvarez Martí-Aguilar, doctor en Geografía e Historia por la Universidad de Málaga, considera que existen indicios geoarqueológicos del impacto de un evento marino de alta energía, quizás un tsunami, en la zona. «El lugar con mayor riesgo de tsunamis en la Península es el golfo de Cádiz, por la convergencia de las placas tectónicas Euroasiática y Africana –explica–.
A comienzos del I milenio a.C. el litoral de Tarteso presentaba estuarios mucho más expuestos a la influencia marina. Uno de esos episodios, ocurrido entre los siglos VII y VI a.C., parece haber afectado al área del puerto tartésico de Huelva. Allí se documentó un santuario de carácter oriental, donde los arqueólogos identificaron derrumbes de muros y acumulaciones de sedimentos y conchas que les hicieron pensar en el impacto de un evento sísmico y un maremoto».
Aunque en las décadas siguientes la zona portuaria recuperó su actividad, este posible evento catastrófico coincide con el inicio de las transformaciones que marcan un cambio en la dinámica histórica de Tarteso.
A 280 kilómetros al norte de Huelva, en la provincia de Badajoz, se encuentra lo que algunos investigadores consideran la periferia de Tarteso, la herencia de ese primer núcleo costero y el último capítulo de su civilización. Cancho Roano, el santuario que salió a la luz en Zalamea de la Serena en la década de 1970, es nuestro primer hito. Cruzamos el río que nos separa de él y el foso –ahora seco– que lo circunda. El agua. Siempre el agua.
Uno de los dos rostros mejor conservados. Luce el mismo tipo de arracadas fusiformes, llamadas «amorcillados», halladas en Cancho Roano, a 60 kilómetros de Casas del Turuñuelo. Foto tomada en el IPCE
Las bases de sus muros siguen en pie como si custodiaran el altar situado en la que debió de ser una de sus estancias más sagradas. Un silencio sobrecogedor impregna el paisaje de dehesa que lo rodea. Estamos solos y el guarda nos confirma que no hay demasiadas visitas. «Salvo en el solsticio de verano, en que la gente viene en grupos a ver cómo el sol entra por la puerta del Este». La puerta abierta al sol naciente es una constante en los templos de origen fenicio.
La soledad y el silencio de Cancho Roano me acompañan mientras entro de lleno en el bullicio de la excavación de Casas del Turuñuelo. El equipo está inmerso en la sexta campaña, renovada año tras año, y se palpa el entusiasmo. Los codirectores del yacimiento, Sebastián y Esther, a la que sigue su inseparable perro, Zújar, me conducen al interior por la recién descubierta puerta del Este, encarada al sol naciente. Aquí, el pasado parece presente y siento un cosquilleo de antici-pación. Desde el primer momento el yacimiento extremeño no ha dejado de arrojar sorpresas.
La historiografía ha fijado el final de Tarteso en la crisis sufrida en el siglo VI a.C. Eso ha llevado a muchos autores a pensar en el ocaso de una realidad y el surgimiento de otra bajo el término de Turdetania, pero los nuevos hallazgos nos obligan a contemplar otras posibilidades».
Efectivamente, el descubrimiento de este edificio enterrado bajo un túmulo, similar al de Cancho Roano, ya estudiado desde la década de 1970, y la identificación de al menos otros 11 de características similares en el valle medio del Guadiana, ha llevado a tejer una nueva hipótesis: que la sociedad tartésica no desapareció después de esa presunta crisis del siglo VI a.C., sino que de algún modo se reinventó desplazándose hacia el interior.
Los sedimentos depositados por el Guadalquivir a lo largo de dos milenios y medio han convertido en marismas el antiguo golfo Tartésico. En su desembocadura se encuentra el paisaje dunar del Parque Nacional de Doñana, donde Adolf Schulten buscó las huellas de Tarteso.
En la campaña de 2017, Casas del Turuñuelo sorprendía con el hallazgo de los esqueletos completos de más de 50 animales, la mayoría équidos, cuyos restos aún están en proceso de estudio. El descubrimiento plantea la hipótesis de una hecatombe, el sacrificio animal previo al abandono del edificio. Este tipo de ritual, ya descrito en la Biblia y fuentes griegas, se explicaría en el contexto de búsqueda de ayuda divina ante una situación desesperada. Proyecto construyendo Tarteso
El paisaje rural se ve erizado de estas colinas artificiales que han preservado durante dos milenios y medio los secretos de sus habitantes, que sobrevivieron apenas cien años a la desaparición de los emporios costeros.
Los edificios enterrados bajo túmulo nos muestran la nueva realidad territorial. Se localizan siempre en llano, y en la confluencia del Guadiana y alguno de sus grandes afluentes, lo que demuestra el papel de los ríos como gestores del territorio y garantes de las comunicaciones. De su importancia dan fe los excepcionales materiales de importación encontrados en el Turuñuelo, como una escultura de mármol procedente del Pentélico, cerca de Atenas, o un conjunto de finísimos vasos de vidrio producidos en Macedonia.
También dan fe de su estatus la singularidad de su arquitectura y la cuidada ejecución de un interior en el que el altar taurodérmico nos conecta enseguida con Cancho Roano y con El Carambolo, y quién sabe si con el mítico santuario gaditano de Melkart. Erigido sobre adobe, lo que habría propiciado la rápida desaparición de sus muros, el conjunto arquitectónico de Casas del Turuñuelo presenta algunos elementos inusuales, como el sendero de lajas de pizarra que conduce a la escalera central, el uso de la técnica de mortero de cal –que se creía habían traído los romanos a la Península 300 años más tarde– o lo que podría ser la bóveda más antigua de la protohistoria peninsular.
El oro como identidad de una cultura
Hace apenas 66 años, en el cerro de El Carambolo, cerca de la localidad de Camas, a unos tres kilómetros de Sevilla y en el marco casual de unas obras, un grupo de trabajadores halló lo que desde el primer momento se convirtió en uno de los símbolos más representativos de la arqueología tartésica. Con una datación de entre los siglos VIII-VI a.C., el llamado tesoro de El Carambolo estaba constituido por un total de 21 piezas áureas con un peso cercano a los tres kilos que incluían dos brazaletes, dos pectorales, 16 placas ornamentales y un collar. La forma y factura de las piezas eran tan características que Carriazo, encargado de la excavación, no dudó en calificarlo de tartésico.
El tesoro de El Carambolo es la mejor expresión de lo que llamamos oro trabajado de Tarteso –afirma Alicia Perea, investigadora del CSIC y experta en arqueometalurgia– y es el resultado de la hibridación de dos tradiciones tecnológicas igualmente complejas: la de la fachada atlántica, basada en el principio de la fusión, el martillado y el vaciado a la cera perdida, y la mediterránea, basada en el trabajo laminar, la soldadura, la filigrana y el granulado». Los arqueólogos habían detectado ya hacía tiempo un cambio tecnológico en la producción de oro en el cuadrante sudoccidental de la Península entre los siglos X y IX a.C. para el que no encontraban explicación. Hoy sabemos que ese cambio se produjo por el contacto de la población autóctona con emigrantes del Mediterráneo. Incluso se baraja la posibilidad de la existencia de dos orfebres, uno local y otro oriental, trabajando juntos.
Taller de orfebreía. Ilustración: Almudena Cuesta Fuente: Alicia PereaEl tesoro de El Carambolo, considerado en un principio una ocultación individual, terminaría dando la pista para el hallazgo del mayor santuario de factura oriental documentado en Andalucía. No fue hasta 2002 cuando se retomaron los trabajos en el cerro que hace unos 3.000 años dominaba la desembocadura del río Guadalquivir en una ensenada marina que llegaba hasta Spal (la actual Sevilla, ciudad de fundación fenicia). Su patrón de asentamiento cuadra perfectamente con el modelo de las colonias fenicias ubicadas en estuarios y desembocaduras de cursos fluviales en toda el área del Mediterráneo.
Exactamente igual que en el santuario de Caura (la actual Coria del Río) y probablemente a imagen y semejanza del templo fenicio de Melkart, el dios que griegos y romanos asimilarían con Hércules y cuyo santuario se dice que durante 12 siglos se irguió frente a Cádiz en el islote de Sancti Petri. La tradición afirma que albergó una estatua de Alejandro Magno y que, desde Aníbal hasta Julio César, los grandes generales acudieron a él como ante un oráculo.
Imagen del Tesoro de El CaramboloEl Carambolo no puede negar su aire oriental. En su construcción, similar a los santuarios siriopalestinos que se edificaban simultáneamente en la otra orilla del Mediterráneo, se han identificado cinco fases, la más antigua «datada por radiocarbono entre 1020 y 810 a.C.», dice el arqueólogo. En su interior se ha documentado el altar en forma de piel de toro característico de otras edificaciones de la Península, además de estancias dedicadas probablemente al culto de los dioses cananeos Baal y Astarté.
Hay testimonios de actividad portuaria desde el siglo VII a.C. como mínimo. Y todo nos habla de una actividad íntimamente relacionada con la metalurgia: desde hornos de fundición hasta escorias y cerámica relacionada con la obtención de plata. ¿Fue Huelva la capital del mítico Tarteso? No sería tan sorprendente. La misma Ora Maritima de Avieno ya situaba a Tarteso a solo un día de navegación desde Gadir.
Quizá la clave principal para entender Tarteso sea precisamente Huelva, con su privilegiada ubicación en el golfo de Cádiz, entre las desembocaduras de los ríos Tinto y Odiel, con acceso fácil a las minas de Riotinto y con su estrecha vinculación con el mundo atlántico al que pertenece y que hace presuponer una relación comercial con las islas británicas para la explotación del estaño, un metal escaso y fundamental para fabricar armas de bronce de mayor calidad.
el CARAMBOLO. Siglos XI-IX a VI a.C.
Situado en la comarca sevillana del Aljarafe, el cerro de El Carambolo marcó un hito en la arqueología tartésica cuando, en 1958, se halló accidentalmente un magnífico tesoro áureo. Las excavaciones se llevaron a cabo entre 2002 y 2005 y las investigaciones resultantes, aún en curso, han desvelado que los restos constructivos hallados ya en los años cincuenta corresponden a un santuario de origen fenicio con cinco fases constructivas. El primer edificio (Carambolo V), datado por radiocarbono, es de entre los siglos XI y IX a.C. y el último (Carambolo I), del siglo VI a.C. Esta ilustración recrea el Carambolo III, correspondiente a la segunda reforma, de entre el siglo VIII y la primera mitad del VII a.C., momento de máximo esplendor del santuario.
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casas del TURUÑUELO. Siglos VI a V a.C.
Aunque desde que comenzó su excavación en 2015 solo ha salido a la luz una tercera parte, el yacimiento pacense de Casas del Turuñuelo ha mostrado ya sus especiales características arquitectónicas. Levantado en adobe sobre zócalos de piedra para evitar la humedad, el edificio está enlucido con pigmentos blanco, rojo y gris azulado. Pero el hecho diferencial es que conserva sus dos plantas unidas por una escalera de tres metros de altura construida con mortero de cal, una técnica que se creía desconocida hasta la llegada de los romanos 300 años después.
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El Turuñuelo tiene una peculiaridad añadida: el modo en que fue abandonado y que paradójicamente ha garantizado su conservación. La hipótesis de los arqueólogos es que antes de ser enterrado de manera ritual, este palacio o templo fue incendiado tras haberse celebrado en él un gran banquete y un sacrificio animal. Cancho Roano ya presentaba características semejantes: un edificio de carácter cultual, en el que no hay restos de ajuares funerarios, ni de humanos ni de armas, que fue deliberadamente abandonado por completo –en términos arqueológicos, amortizado– en un ritual que quizá pretendiera desacralizar el espacio y mantenerlo oculto. Oculto, ¿a ojos de quién?
Las excavaciones, que hasta el momento solo han sacado a la luz una tercera parte del yacimiento, proporcionan aún más preguntas que respuestas. Zújar se detiene en el patio frente a la escalera que conduce a la parte superior, y yo me detengo también a su lado. Recuerdo las imágenes aparecidas en los medios de comunicación hace ya siete años. En este mismo lugar, en 2017 fueron hallados los restos de 42 équidos, entre caballos, mulos y burros, junto a nueve vacas, cuatro cerdos y un perro, todos ellos en edad productiva. Había cierta escenografía en la disposición de los cadáveres, como si estuvieran colocados para ser observados desde arriba.
La palabra «hecatombe» con la que se ha definido esta práctica suena en mis oídos como algo imposible. Hekatón bous. Cien bueyes, el término griego para referirse a una ofrenda animal masiva. El relieve de los esqueletos sobresaliendo de la tierra, la mayoría intactos y entrelazados, no es fácil de olvidar . Es la primera vez que se documenta un conjunto sacrificial de este tipo en el Mediterráneo occidental. María Martín Cuervo, una de las veterinarias que investigan el hallazgo, no sale de su asombro. «Son más de 6.000 huesos. Ninguno tiene marcas de procesado, lo que significa que no sirvieron de alimento». Sus restos estaban superpuestos en tres fases secuenciales, lo que sugiere que este macabro ritual quizá se repitió en diferentes momentos. ¿Fue una ofrenda a sus dioses? ¿Una petición desesperada de clemencia ante una situación amenazadora o incierta para la comunidad?
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CANCHO ROANO. Siglos VI a V a.C.
Este santuario del valle del Guadiana, ubicado en Zalamea de la Serena, en Badajoz, fue el primero de los edificios bajo túmulo que despertó la atención de los investigadores. Las excavaciones comenzaron en 1978 y acabaron en 2001. Su construcción inicial data del siglo VI a.C., aunque el santuario que hoy vemos es del siglo V a.C. En su arquitectura se repiten características observadas en otras construcciones del área de influencia tartésica: planta cuadrangular, puerta de acceso orientada al este, estructuras construidas con adobes, bancos corridos, altares y huellas del uso de pigmentos de color rojo para pavimentos y enlucidos.
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Desconocemos cuál fue la respuesta de la divinidad. Pero tanto para el supuesto santuario como para sus habitantes, la consecuencia fue el olvido. Al menos durante los 2.500 años siguientes. Los últimos hallazgos sugieren que al sacrificio ritual siguió la celebración de un gran banquete y el destrozo pormenorizado de los útiles domésticos utilizados para su elaboración. Luego, el incendio provocado, del que quedan notorias evidencias, y por último, el enterramiento con arena y arcilla, lo que Sebastián califica como el sellado ritual del edificio, un trabajo ingente que implicaría probablemente a todos los integrantes de la comunidad.
«Quizá de nuevo un desastre, en esta ocasión climático, obligara a sus habitantes a desplazarse otra vez», sugiere Esther. En los túmulos estudiados a lo largo del Guadiana, la amortización del edificio se produce, de forma simultánea, en el siglo V a.C.
Las voces que disienten de esta interpretación sugieren revueltas populares contra centros simbólicos de poder político y religioso. Pero no hay armas ni restos humanos, salvo los de Desiderio, el único ser humano aparecido en la excavación del Turuñuelo un 23 de mayo y al que bautizaron con el nombre que marcaba ese día el santoral. Se trata de un varón de unos 30 años encontrado en las capas superficiales e identificado como un posible trabajador que pudo morir durante las tareas previas al abandono del edificio.
¿No tenían una lengua, un alfabeto con el que transmitir su historia, invocar a sus dioses y glosar sus batallas? Sebastián no pierde la esperanza de encontrar la piedra Rosetta de Tarteso, pero de momento las únicas inscripciones consideradas paleohispánicas tartésicas –y no sin discusión– son las llamadas estelas del Sudoeste, un centenar de textos dispares grabados en piedra y hallados entre Extremadura, Sevilla y el sur de Portugal.
El signario de Espanca, un semialfabeto de origen fenicio localizado en 1980 en el país luso, contiene signos comunes a la mayoría de las inscripciones de esas estelas. Muy semejante a él es el último hallazgo aparecido en junio de 2024 durante la última campaña en el yacimiento de Casas del Turuñuelo: una placa de pizarra grabada con una escena de lucha entre tres guerreros, rodeada por los signos de un alfabeto incompleto. La falta de imágenes humanas de que adolece la cultura tartésica ha hecho que esta representación antropomórfica llame más la atención que el idioma que se oculta en sus bordes.
El descubrimiento del santuario extremeño de Cancho Roano obligó a buscar analogías en el Levante mediterráneo, como los bit hilani del norte de Siria. Excavaciones posteriores en los yacimientos de El Carambolo y Coria del Río, ambos en Sevilla, permitieron constatar que estos edificios fueron los referentes de las construcciones documentadas en el valle del Guadiana. Los túmulos estudiados en Extremadura comparten las mismas características en cuanto a su destrucción y posterior abandono en el siglo V a.C.
Teníamos mitos y leyendas, crónicas y mapas, tumbas y tesoros, pero nos faltaban los rostros. Las representaciones humanas congeladas en el tiempo tienen algo que nos conecta con aquellos que fueron. O fuimos. El relato de Tarteso carecía de la información que humaniza la historia. ¿Cómo eran? ¿Cómo vestían? ¿Cómo lucían sus ornamentos? ¿Cómo se arreglaban el cabello? Probablemente por eso a todos nos impresionó en la primavera de 2023 la aparición de estos primeros relieves antropomorfos, las caritas de Guareña, fragmentos de rostros humanos esculpidos que contemplar –por fin– casi a tamaño real.
Para enfrentar ese auténtico cara a cara con la historia me traslado a Madrid. El Instituto del Patrimonio Cultural de España es el fin de un viaje en el espacio y en el tiempo en busca del verdadero rostro de lo que un día fue un mito. Y siento una punzada de excitación cuando veo las «caritas», como las llama con cariño Elena García, la conservadora del IPCE encargada de su restauración, y me asomo a esos ojos de piedra que me contemplan desde la inmaculada mesa del taller de arqueología. Especialista en arte ibero, Elena afirma no haberse encontrado nunca con un trabajo similar y repite lo afortunada que se siente.
En la última campaña de excavación del yacimiento de Casas del Turuñuelo, un grupo de arqueólogos trabaja en las estancias adyacentes a la recién descubierta puerta del Este. Sobre una repisa, vasijas que pueden aportar información sobre los víveres almacenados.
«No puedo saber quiénes fueron o qué representaban, pero cuando las miro, yo no veo ni dioses ni reyes, veo la intención del escultor, el cuidado con el que fueron labradas para poder ser expuestas y quizá trasladadas. Veo el cincel del escultor, hasta tal punto que puedo incluso intuir si era zurdo», me dice emocionada. Y mientras las coloca para la sesión de fotos, con el mimo de una madre, por un instante me parece percibir en su rostro la misma expresión sabia y divertida que tienen ellas.
Aún no conocemos las respuestas. Ni el motivo por el que fueron destrozadas, quemadas y enterradas. Si abandonaron a su pueblo o fueron ellas las abandonadas. Tal vez una mezcla de factores llevó a los herederos de Tarteso a emigrar hacia el norte para mezclarse con los pueblos meseteños. O tal vez terminaron borrados de la historia como 400 años después le sucedería a esa otra colonia fenicia llamada Cartago.
Vista del patio desde la planta superior en el yacimiento de Casas del Turuñuelo. Un sendero de lajas de pizarra conduce hasta la escalera. El suelo, en los espacios sagrados, aparece a veces recubierto de cantos de río o conchas marinas.
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