HISTORIA. La redes de información de Felipe II, claves para gobernar un imperio

  Desde su despacho en El Escorial, el Rey Prudente rigió su extenso imperio a través de redes de información y espionaje muy elaboradas, y ...

 

Desde su despacho en El Escorial, el Rey Prudente rigió su extenso imperio a través de redes de información y espionaje muy elaboradas, y valiéndose de ministros discretos y leales que le dejaban siempre la última decisión.

Cuando Carlos V renunció a todos sus títulos en 1555, su hijo Felipe II se convirtió en el monarca más poderoso de Occidente. Bajo su égida se encontraba un auténtico imperio que comprendía importantes territorios de Europa –en los Países Bajos, Italia e incluso en la actual Francia, además de sus dominios de la península ibérica–, a los que se sumaban las posesiones en América y, tras la conquista de las Filipinas en 1565, también en Asia.

Desde los 16 años, cuando su padre Carlos V le encargó la regencia de Castilla, Felipe estaba entrenado para gobernar este vasto conglomerado de territorios. Contaba para ello con una serie de órganos que se encargaban de tramitar los negocios, recoger información de sus materias y asesorarle en la toma de decisiones. Eran los llamados consejos, algunos de ámbito territorial –como los consejos de Aragón, de Italia o de Indias–, otros centrados en asuntos concretos, como los consejos de Estado (política exterior), de Hacienda, de Inquisición o de Guerra.

La monarquía era consciente de que solo conservaría sus dominios si impulsaba los servicios secretos

Sin embargo, Felipe II rara vez asistía a las sesiones de los consejos: prefería comunicarse con ellos a través de los secretarios de los propios consejos, que en la práctica eran ministros a su servicio. De este modo, durante su reinado se vivió una edad de oro de los secretarios. Gonzalo Pérez y su hijo Antonio Pérez (ambos secretarios de Estado), Francisco de Eraso (secretario de Indias y de Guerra), Gabriel de Zayas y Juan de Idiáquez (ambos secretarios de Estado) fueron personajes muy cercanos al rey y a la dirección de su política en distintos momentos del reinado. A ellos se añadían los secretarios personales del rey, entre los que destacó Mateo Vázquez de Leca.


Secretarios de Felipe II. De izquierda a derecha: Perrenot de Granvela, por Antonio Moro. Museo de Historia del Arte, Viena (Foto: Lessing / Album); Antonio Pérez, por Alonso Sánchez Coello. Hospital de Tavera, Toledo (Foto: Oronoz / Album); Ruy Gómez de Silva, príncipe de Éboli. Pintor anónimo. Colección privada, Sevilla (Foto: Oronoz / Album)


No obstante, Felipe II nunca se fio de forma absoluta de sus ministros. El monarca quería que la información y las decisiones quedaran en sus manos. Desde 1585 organizó juntas de ministros al margen de los consejos para que lo asesoraran en materias específicas. En realidad, el monarca no necesitaba siquiera la presencia del secretario. Pasaba largas horas en su despacho leyendo los documentos que le dejaban y anotando al margen sus pareceres o sus decisiones.

La escritura del rey. Nota de un secretario y observaciones de Felipe II al margen. Década de 1560. San Lorenzo de El Escorial. Foto: Oronoz / Album


En todo caso, la obsesión de Felipe II por el «papeleo» no era una manía personal. Guardaba relación con la conciencia que tenía, como monarca plenamente moderno, de la importancia de contar con una información precisa y lo más exhaustiva posible. Por su propio carácter, era un soberano predispuesto a conocerlo todo.

UN REY INFORMADO A LA ÚLTIMA

Hoy sabemos que Felipe II dispuso de una información más prolija que ningún otro rey de su época, tanto en asuntos de política interior como internacional. Respecto a esta última, él mismo escribió, en las instrucciones a su heredero Felipe III, que «un Estado sin las alertas de los avisos de las nuevas del mundo, en especial de los de sus vecinos, mal puede conservarse, hallándose los reinos de continuo acechados por la envidia, por la emulación o por la ambición de los demás, lo cual debe mayormente decirse de los Estados que como el nuestro excita a los otros tanto por envidia cuanto por temor».

Ningún otro país dedicaba tantos recursos, humanos y materiales, a esta actividad. Ni obtuvo resultados tan brillantes, pese a los fracasos, que también los hubo.

Para obtener la información necesaria, el rey, además de los consejos, contaba con los virreyes y gobernadores destacados en las provincias del imperio. Los embajadores que lo representaban ante cortes extranjeras también proporcionaban informes. Para que la información fluyera con rapidez resultó vital el servicio de correos que organizó la monarquía, considerado el mejor de la época. Estaba dirigido por un correo mayor, generalmente de la familia Tassis, con delegados en las principales ciudades de los dominios hispánicos y en las capitales donde el rey tenía representación diplomática.

El rey era muy meticuloso en conservar el secreto en la toma de decisiones, incluso en materias no sensibles

Además de los canales oficiales de información, Felipe II se cuidó de crear una extensa red de espionaje, o más bien de ampliar y perfeccionar la que le habían legado su abuelo Fernando el Católico y su padre Carlos V. Así, el Rey Prudente llegó a disponer de un sistema de inteligencia sin parangón en su época por su extensión y, en muchos casos, por su eficacia.

Retrato de Felipe II, por Antonio Moro (El Escorial)


Una intrincada telaraña de redes de inteligencia tejida desde virreinatos, gobernaciones y embajadas, pero también en territorios hostiles, aportaba información sensible cuyo centro era un monarca que estaba al tanto de todo, especialmente de los asuntos de inteligencia. Al final de su reinado se institucionalizó el servicio secreto con la creación del cargo de espía mayor como responsable de todas las inteligencias.

El retrato de un embajador veneciano es muy exacto al respecto: «Guarda en todos sus asuntos el más riguroso secreto, hasta el punto de que ciertas cosas que podrían divulgarse sin el menor inconveniente quedan sepultadas en el profundo silencio. Nada desea tanto como descubrir los propósitos y los secretos de los demás príncipes, y en ello emplea todo su cuidado y actividad. Gasta sumas considerables en mantener espías en todas las partes del mundo y en las cortes de todos los príncipes, y con frecuencia estos espías tienen orden de dirigir sus cartas a S.M. mismo, que no comunica a nadie las noticias de importancia».

La conquista de las Azores. En 1582, Felipe II puso a Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, al frente de una armada con la misión de conquistar las islas Azores, donde se había refugiado Antonio, prior de Crato, que reclamaba para sí la corona portuguesa. En la imagen, la representación del desembarco español en la isla de Terceira, en 1583. Fresco realizado por Niccolò Granello y su taller en la sala de Batallas del monasterio de El Escorial, en 1589. Foto: Oronoz / Album

Felipe II, gracias a sus servicios de inteligencia, contaba con información más fiable que otros monarcas europeos. Y que llegaba a sus manos con más rapidez. Más de un embajador extranjero comprobó que asuntos sobre su propio país los conocía el soberano español con anterioridad.

ANTICIPARSE A LOS MOVIMIENTOS EXTERIORES

El flujo de información y los logros de inteligencia contribuyeron decisivamente al éxito de numerosas empresas de Felipe II, tanto ofensivas como defensivas. Por ejemplo, para proteger las posesiones americanas resultó determinante conocer rápidamente los movimientos de las potencias que aspiraban a romper allí el dominio español. El caso más notable es la rapidez con la que en 1565 se eliminó, mediante la expedición de Pedro Menéndez de Avilés, el peligroso establecimiento de protestantes franceses en la Florida, que amenazaba la ruta de regreso a Europa de los navíos españoles (durante esa campaña se fundó San Agustín, la primera ciudad en lo que hoy son los Estados Unidos de América). 

Lo mismo sobornaban a funcionarios extranjeros que se hacían con documentos fundamentales para las campañas militares. Una red de mensajeros enlazaba Madrid con las principales capitales europeas, como Roma, Viena o Bruselas. 

Para la victoria fueron claves los mapas de aquellos asentamientos que suministró el espionaje español. Del mismo modo, la información previa que recabó el gobierno español sobre la expedición de Hawkins y Drake, en 1595, permitió reforzar las defensas españolas y hacer fracasar el último gran intento inglés de desafiar el dominio español de las Indias.


El Escorial. En 1561, Felipe II decidió erigir en la localidad de El Escorial un monasterio jerónimo que serviría al mismo tiempo de residencia y panteón real. Foto: Paolo Giocoso / Fototeca 9x12

A los espías se les pagaba, por motivos de seguridad, con fondos reservados. El carácter secreto de este dinero daba pie a los abusos, ya que más de un alto cargo (incluso un virrey) podía sentir la tentación de apropiárselo ante la ausencia de controles eficaces. Con todo, la corte intentaba fiscalizar al máximo las cuentas. Lo comprobó Bernardino de Mendoza cuando dos funcionarios inspeccionaron su gestión como embajador en Londres y encontraron gastos sin justificar. Pagos a espías, según Mendoza, aunque se negó a mostrar las órdenes del rey. 

La primera misión de Bernardino fue conseguir fondos y hombres para los diezmados Ejércitos de Flandes, que iban ganando su guerra contra los protestantes, pero con unas fuerzas limitadas. Ese mismo año se entrevistó por primera vez con Felipe II y consiguió que le concediera una serie de cédulas por valor de 400.000 escudos y la promesa de más soldados. Después recibió el encargo de reunirse en Londres con la Isabel I de Inglaterra, para conseguir que España pudiera usar sus puertos con la expedición que se estaba organizando contra los protestantes holandeses. 


Bernardino de Mendoza, en un grabado calcográfico de finales del siglo XVIII - BNE


La misión fue un éxito y Felipe II se percató del potencial de Bernardino de Mendoza, por lo que le puso al frente de la Embajada de España en Londres. Se trataba de un cargo que llevaba seis años vacante por las complicadas relaciones con Isabel I, a pesar de que, en aquel momento, todavía era considerada «vecina y aliada». Las relaciones, sin embargo, se deterioraban rápidamente y el Rey quería que su diplomático las recondujera.

Siendo España la potencia dominante en Europa, encontramos a sus agentes repartidos por los más diversos territorios. El Mediterráneo, donde cristianos y turcos se disputaban la hegemonía, fue uno de los escenarios de esta guerra secreta. Madrid reclutaba a sus espías entre un conjunto variopinto de individuos, desde cristianos ortodoxos que vivían bajo los dominios musulmanes a cristianos que habían estado cautivos en el norte de África, mercaderes o renegados (es decir, cristianos que se habían convertido al islam, normalmente tras ser apresados, pero que continuaban practicando en privado su antigua fe).

Con el oro de las Indias y los impuestos, podía invertir en espías en seis meses lo que Inglaterra en seis años.

El gobierno de Felipe II estaba así al corriente de la política interior de Constantinopla, de sus contactos con otros países y, sobre todo, de los movimientos de su armada. ¿Cuándo iba a zarpar? ¿Qué ciudades pretendía atacar? Los territorios más pendientes de estas preguntas eran los más expuestos a la amenaza otomana, como Nápoles, un virreinato que por su situación geográfica ejercía de muro de contención frente al expansionismo de la Sublime Puerta. 

Los servicios secretos de España e Inglaterra rivalizaban entre sí y se devolvían los golpes, pero Madrid siempre contaba con la ventaja de sus recursos financieros, inmensamente superiores. Gracias al oro de las Indias y a los impuestos de Castilla, podía invertir en espías en un semestre lo que Inglaterra gastaba en seis años. Uno de sus mayores éxitos fue captar para su causa al embajador inglés en París, sir Edward Stafford. Este era un hombre muy bien relacionado en los círculos del poder, pero carecía de fortuna personal. 

La batalla entre la Gran Armada y la flota inglesa

Cuando su afición al juego acrecentó sus penurias económicas, no encontró otra solución que vender secretos al enemigo. Tan pronto como recibía información sobre los movimientos de la Royal Navy, Stafford la enviaba a su homólogo español. Sus datos se referían a aspectos cruciales de la estrategia de su país, como los planes diseñados para atacar Cádiz o Lisboa. Mientras tanto, engañaba a su propio gobierno tergiversando las intenciones de Felipe II, al que presentaba como un monarca deseoso de paz cuando, en realidad, la Armada Invencible se preparaba para dirigirse hacia el canal de la Mancha. 

Secretos de Estado, pero también cotilleos de la corte de los Valois, sin excluir historias de alcoba. Nada de lo que sucedía en la capital parisina escapaba, de hecho, a la atenta mirada de Felipe II.

Tras el fracaso de la Gran Armada, Francia se convirtió entonces en el centro de sus preocupaciones. Había intervenido antes en las guerras de religión de este país, siempre para apoyar a los católicos más intransigentes contra los protestantes. Ahora se decidía, en cambio, quién debía ocupar el trono galo. Con la extinción de la dinastía Valois, el llamado “rey prudente” se lanzó a una de sus empresas más temerarias: conseguir para su hija Isabel Clara Eugenia nada menos que la Corona del país vecino. La infanta descendía por parte de madre de los Valois, pero en Francia la ley sálica excluía a las mujeres del trono. En cualquier caso, se trataba de que no reinara en París un monarca protestante. De concretarse esta posibilidad, los vínculos religiosos facilitarían que Francia apoyara a los Países Bajos y buscara la alianza con Inglaterra. El candidato protestante no era otro que Enrique de Borbón, futuro Enrique IV. 


Retrato del poderoso Antonio Pérez

Soberano de la Navarra francesa (entonces un reino independiente), brindó su protección a Antonio Pérez, el antiguo ministro de Felipe II, envuelto en asuntos turbios, que huyó de España con importantes secretos de Estado. Capturar a Pérez, incluso asesinarle, será la obsesión de la inteligencia española, sobre todo de uno de sus agentes, Sebastián de Arbizu.

Este intentará neutralizar a un individuo peligroso porque sabe demasiado, pero también porque conspira para organizar la invasión de Aragón. La aventura de Pérez, concebida para aliviar la presión hispánica sobre Francia, acabó en un fracaso sin paliativos. Como ha señalado el historiador y diplomático Miguel Ángel Ochoa, la espesa red de confidentes que España mantenía en el país galo recababa todo tipo de información confidencial.

La anexión de Portugal y todo su imperio ultramarino también debe considerarse como uno de los grandes éxitos de Felipe II. Aunque hubo que recurrir a las armas en una breve y exitosa campaña militar en 1580, previamente se realizó una intensa labor de captación de voluntades y una hábil diplomacia para facilitar la incorporación del reino luso a la monarquía española. El rey trazó día a día toda la estrategia y se anticipó a ordenar los preparativos militares para la conquista del reino con una notable diligencia, consciente de que «si no es asentándose lo de Portugal, no se puede atender a otra cosa». 

Últimos momentos de Felipe II. Óleo de Francisco Jover y Casanova, 1864. Palacio del Senado, Madrid.

A la muerte de Felipe II, en 1598, el país se encontraba económicamente exhausto por combatir tantos años en demasiados frentes. “Si el Rey no muere, el reino muere”, comentaban los más críticos. Pese a todas las dificultades, el monarca había engrandecido sus dominios y aún podía controlar Europa desde El Escorial, aunque ya se dejaban ver preocupantes síntomas de decadencia.

Para saber más:

Felipe II, el rey en el despachoJosé María Escudero. Universidad Complutense de Madrid, 2002

Espías de Felipe II. Carlos Carnicer y Javier Marcos. Esfera de los Libros, Madrid, 2005

Felipe II. Geoffrey Parker. Planeta, Barcelona, 2010.

Espías del Imperio. Fernando Martínez Laínez. Espasa, Barcelona, 2021

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