Escapada a Albarracín (Teruel)
Adentrarse en sus estrechos callejones, pasear entre el característico color que define su encanto o descubrir los secretos (nuevos o viejos) de su catedral. Estas son algunas de las razones para visitar Albarracín y disfrutar de su entorno.
14 abril 2024.- Considerado uno de los pueblos más bellos de toda la geografía española, Albarracín, en la provincia de Teruel, sumerge al viajero que la visita en un entramado medieval de bella factura. Y en un conjunto urbano declarado Monumento Nacional, rodeado por el río Guadalaviar y capital de la sierra a la que da nombre dentro del Sistema Ibérico.
No hace falta asomarse al mirador que hay a los pies de la catedral, donde se obtienen postales como la de la imagen, con la muralla de Albarracín coronando el roquedo de enfrente, para constatar que gran parte de su encanto está en ese color tan característico con el que se tiñen la mayoría de sus construcciones. Porque sí, la piedra está presente. Y sí, la madera también asoma en los entramados exteriores, pero la coherencia cromática es sorprendente e inesperada en un país tan alegre y anárquico (en lo estético) como España.
La razón no está muy lejos. De hecho, se encuentra en el yeso rojo que se obtiene en la sierra que rodea esta localidad. Se trata de una mezcla entre yeso normal y óxido de hierro que no solo tiñe de un rojo pálido todas las postales, sino que 'agarra' mejor y tiene mayor perdurabilidad al ser un material más sólido y resistente. Todo son ventajas.
Celtas, romanos y árabes han ocupado estas tierras. Con la invasión musulmana llegó aquí un grupo berberisco de la tribu de los Ibn-Racin, que le dio su nombre de villa. La disgregación del califato de Córdoba del que dependía produjo su independencia como reino taifa musulmán. Amparado inicialmente a la sombra del castillo, que se alza sobre un peñasco, Albarracín ya contaba desde el siglo X con una muralla que lo encerraba y separaba del entorno. Hoy sobreviven algunos restos, como el torreón del Andador, la alcazaba y la torre del Agua.
La Albarracín actual empezó siendo un castillo árabe, algo que no es noticia en la Península. Los primeros en llegar aquí fueron los miembros de la familia bereber Banu Razin, de donde proviene el nombre de este pueblo. Durante el periodo musulmán, esta localidad se convirtió en una poderosa plaza inexpugnable gracias a su caprichosa orografía ya que se ubica en un meandro vertiginoso bordeado horadado por el río Guadalaviar.
Esta característica le permitió, más adelante, tener una taifa propia y desarrollar una creciente actividad comercial, por lo que fue creciendo poco a poco, levantando calles y casas en lugares casi impensables. Pero antes de seguir por estos derroteros, merece la pena subir hasta la parte más alta para contemplar lo que queda de un castillo más grande que lo que preludian sus muros y almenas. Y mucho más coqueto que las largas murallas que corretean por la sierra de Albarracín.
La vista aquí alterna su foco entre las defensas militares y la torre, coronada por azulejos, de la catedral. Es cierto que, por tamaño, no parece un templo inmenso, pero tiene bastante más enjundia que la que aparenta y es uno de los imprescindibles que no pueden faltar en Albarracín. En primer lugar, por su acceso, que no es el clásico pórtico en calle ancha o plaza.
Después del fracaso de conquista por parte del rey Jaime I en 1220, es Pedro III de Aragón quien la incorpora a la Corona de Aragón en 1300. Fruto de su lustroso pasado, la hermosa localidad aragonesa tiene abundantes monumentos diseminados por todo su casco histórico, que está emplazado sobre las faldas de una montaña.
Como sucede en el resto de la Albarracín antigua, esta construcción se erigió a duras penas al abrigo de la montaña, por lo que para llegar hasta su entrada hay que salvar una pequeña escalinata. Luego está lo exclusivo de su acceso, ya que solo se puede conocer mediante las visitas guiadas de la fundación Santa María de Albarracín, una institución creada hace décadas para explotar mejor el tirón turístico de esta localidad y revertir los beneficios en actividades culturales y en restauración del patrimonio. Por supuesto, la rehabilitación de esta catedral corrió de su parte.
El recorrido guiado por este templo desvela curiosidades como el hecho de que está ubicado donde antes se emplazaba la mezquita, en una clara demostración de la conversión de la ciudad allá por 1170. Por entonces, Albarracín mantuvo cierta independencia respecto a la Corona de Aragón con el coste que ello implicaba. Es decir, que sus gobernadores, la familia Azagra, se afanaron rápido en levantar una catedral y así tener un obispo propio.
Un poco más abajo de la catedral se encuentra el antiguo Palacio Episcopal, un edificio que por sus dimensiones desproporcionadas es uno de los puntos ineludibles que ver en Albarracín. Su majestuosa escalera interior es tan majestuosa que no se añora el ascensor. Esta es una figura retórica, ya que en la actualidad esta mansión se usa para las actividades culturales y divulgativas que programa la fundación. Merece la pena un alto en el camino, también, por su fachada, en la que se deja bien claro el poder del obispo. Parte de las estancias interiores acogen el museo diocesano, no tan relevante como para hacerse un hueco en este paseo.
El deambular por las callejuelas de Albarracín es un plan que tiene como recompensa llenar la cámara del móvil de detalles cuquis. Aquí lo coqueto se ha ganado su propio espacio gracias al boom turístico y al imaginario creado por urbanitas repatriados aderezados por el gusto por lo vintage. Y es resultón como para que esté entre los pueblos más bonitos de Teruel. No en vano, esta población vive, en gran medida, del turismo, copando portadas desde que en 1961 se declarara todo el conjunto como Monumento Nacional. Hoy, la mayoría de las construcciones acogen hotelitos con encanto, casas rurales, restaurantes y albergues. No alojarse en Albarracín no es una opción.
COMENTARIOS