opinión, OTAN
21 junio 2025.- Ser miembro de la OTAN implica mucho más que la promesa de protección; supone la asunción de compromisos económicos y militares que pueden representar una carga especialmente pesada para países con economías poco robustas. Este artículo analiza cómo estos compromisos pueden condicionar la continuidad del estado del bienestar y por qué la idea de unirse al club únicamente para ser defendido resulta, en última instancia, una falacia a largo plazo.
La OTAN exige a sus miembros que destinen una parte significativa de sus presupuestos al sector de la defensa, con la meta orientativa de alcanzar el 2% del Producto Interno Bruto para mantener equipamiento y contingentes adecuados. Para naciones con recursos económicos limitados, esta obligación puede "dinamitar" los equilibrios presupuestarios y forzar recortes en sectores fundamentales como la educación, la sanidad o los servicios sociales. Dichos recortes, a su vez, tienen consecuencias directas sobre el estado del bienestar, al reducir la capacidad del Estado para invertir en políticas que afecten al bienestar general de la población.
Más allá de la inversión económica, la participación en la OTAN acarrea compromisos militares que obligan a estar preparados para intervenir en operaciones internacionales, lo que implica modernizar y mantener fuerzas armadas en constante estado de alerta. Esta exigencia de capacidad operativa y de respuesta rápida no sólo demanda recursos financieros sino también una estructura militar y logística complicada de sostener en el tiempo. La idea de que los países se unen a la alianza únicamente con el fin de ser defendidos de un potencial enemigo es, a la postre, engañosa: nadie aporta automáticamente un escudo protector sin asumir costes y responsabilidades que pueden resultar insostenibles para economías vulnerables.
Cuando los países deben reasignar recursos para cumplir los estándares de defensa impuestos por la OTAN, el impacto se siente en áreas clave del desarrollo social. El mantenimiento o la ampliación del estado del bienestar depende en gran medida de la capacidad productiva y la política fiscal de cada país miembro, y reducir la inversión en servicios públicos esenciales puede traducirse en un deterioro en la calidad de vida de la ciudadanía. De este modo, la aspiración de integrarse a una alianza de defensa colectiva se contrapone a la realidad de que la protección y seguridad al interior de un país también dependen de la solidez de sus propias políticas sociales y económicas.
La membresía en la OTAN implica compromisos que se extenderán en el largo plazo y que condicionan el desarrollo económico y social de los países miembros. Para naciones que ya enfrentan desafíos estructurales, asumir estos compromisos podría limitar su capacidad para responder a crisis internas y para invertir de manera significativa en el bienestar de sus ciudadanos. Así, la visión reduccionista de que unirse a la OTAN es sinónimo de recibir una protección ilimitada, sin reconocer los costos implicados, se convierte en una falacia que puede poner en riesgo no sólo la soberanía económica sino también la continuidad de un modelo de sociedad basado en el estado de bienestar.
Ser parte de la OTAN requiere asumir una serie de obligaciones económicas y militares que, para países con economías débiles, representan un reto considerable. La búsqueda de seguridad mediante la adhesión a una alianza que demanda altos niveles de inversión puede, a mediano y largo plazo, limitar la capacidad de mantener políticas sociales inclusivas y robustas. En definitiva, esperar ser defendido sin asumir el peso que ello conlleva es una visión simplista; la verdadera protección de un país reside en el equilibrio entre la defensa exterior y la fortaleza del estado interno, capaz de garantizar un bienestar sostenible a toda su población.
Autor: José I. Ibarra
COMENTARIOS