La muerte de Sir. Charles Braxton (por Omar Cruz)
Omar Cruz |
La muerte de Sir. Charles Braxton
La mañana había sido agitada en la oficina principal de la policía, ya que a primera hora se les había informado del brutal asesinato que fuere víctima el prestigioso detective Sir. Charles Braxton. Los oficiales ya tenían a un sospechoso de aquel hecho tan deleznable, que enlutaba a toda la ciudad puesto que el detective Braxton era muy querido debido a su honradez y compromiso con la población.
Los agentes Mark y Spicy tenían dentro de las oficinas al criminal, listo para interrogarlo. Pero las cosas no pintaban bien, ya que afuera de las instalaciones de la policía una turba furiosa estaba dispuesta a tomar la justicia en sus manos y dejar hecho cenizas el cuerpo de aquel asesino. Ese acto era algo que los agentes no podían permitir, ya que aun no sabían con exactitud si el hombre que estaba en la sala de interrogación era el verdadero culpable o incluso los motivos que lo impulsaron a cometer tan frío asesinato.
En la mesa en la que se estaba realizando el interrogatorio, había un viejo y desgastado revólver calibre treinta y ocho, tres casquillos de bala, una caja de cerillos y un paquete de cigarrillos. Los oficiales al mando de aquella sala de preguntas se empezaban a sentir incómodos al escuchar una y otra vez a aquel hombre repetir: yo le disparé, yo le disparé, a Sir. Charles Braxton fui yo quien le disparé.
La atmósfera cambió radicalmente en aquella sala y el detective Spicy se acercó al asesino, encendió un cigarro —y le dijo—: por qué lo hiciste. Tu misión era velar por la seguridad de Sir. Charles Braxton no meterle tres balazos en la cara, ahora tenemos que encontrar la forma de resolver esto y dar las explicaciones precisas para que los ciudadanos no crean que los estamos engañando con lo sucedido en este crimen.
Después de leer algunos informes el detective Mark le dio un sorbo profundo al último trago de café que tenía y miró detenidamente a aquel hombre —y le dijo—: era tan difícil para vos sostener tu palabra, no traicionar, te lo digo sin resquemores; sois un completo idiota, jamás pensé que un trabajo tan simple como cuidar de Sir. Braxton te terminaría arrastrando a un juicio del que estoy seguro no vas a salir limpio y lo peor es que nos vas a llevar de arrastras a nosotros.
Alguien intentó abrir por la fuerza la puerta del interrogatorio y el detective Spicy la empujó con violencia y tiró una silla encima de ella —y dijo—: acaso no se dan cuenta que estamos trabajando, tenemos suficiente con escuchar a este demente que nos repite en la cara, que fue él quien le disparó a Sir. Charles Braxton como para que ustedes nos vengan a joder y luego frunció el seño y le dio un último jalón a su cigarro.
Aquel hombre acusado del crimen del detective más prestigioso en la ciudad se agachó y recogió la colilla del cigarrillo que había arrojado el detective y luego —le dijo—: Sir. Charles Braxton se fumaba uno de estos cuando le disparé, de hecho le permití que se lo fumara en total tranquilidad antes de cargar el revólver y descargar en su cara los tres impactos. En ese momento, su rostro me recordó a un poema sobre las raíces y el nacimiento que tiene unas estrofas que inician así; yo soy hijo de los bosques/mi cabellera es herencia de los montes/mis manos son dos enfermas ramas de un pino/ tengo muchos nombres/pero por lo general/ deciden llamarme el ángel de los deshabitados; lengua que se quiebra en las montañas/cuerpo que se retuerce entre los corderos/tumba que se abre en el parpadeo de las madrugadas.
Luego, con su mirada puesta en el vacío volvió a decir: yo maté a Sir Charles Braxton, fui yo quien lo mató, yo maté a ese honorable y prestigioso detective.
El agente Mark observó detenidamente su reflejo en el espejo de la sala de interrogación —y se dijo en voz alta—: si aquel día hubiese jalado del gatillo, seguramente no estaría aguantando esta locura, pero Braxton llegó en el momento preciso en el que mi revólver se trabó. Diría que me salvó la vida pero en verdad, creo que, me condenó a vivir con el tormento y purgatorio que son las vísceras de esta agonizante pesadilla.
Después intervino el agente Spicy que antes de hablar, encendió otro cigarrillo y tosió tan fuerte por el humo, que sus pulmones se habían quedado atorados, hasta que Mark lo sostuvo en sus brazos y le dio en su espalda algunas palmadas. Ya en su juicio el agente Spicy —dijo—: todo esto es culpa de Braxton, fue él quien nos llevó a su pueblo natal y dejó que cayéramos en las viles mentiras de aquel misterioso fauno.
Mark se levantó de la silla, volvió la mirada hacia aquel sospechoso —y le dijo—: lo que yo creo, es que sos un siniestro hijo del caos, un engendro vulgar de los chacales, una bestia regurgitada de las entrañas del infierno.
Aquel hombre vio detenidamente a los dos
detectives —y les dijo—: no siento ningún remordimiento por haber asesinado a
Sir. Charles Braxton, por el contrario, creo que fue lo mejor que hice, ese
viejo decrépito me negó la existencia, me ocultó del mundo y dejó que me
consumieran las ganas de ser un hombre, algo que yo siempre había soñado, yo
siempre quise ser un hombre, ustedes ya sabían esto. Braxton se los había
dicho; yo nací siendo repugnante, decadente, herejíaca, misteriosa y por castigo
de algún dios, me convirtieron en una frágil y triste mandrágora.
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