PERSONAJES. Fouché, el espía más poderoso de Francia

Fouché, el espía más poderoso de Francia

 

Joseph Fouché vestido como ministro de la Policía. Palacio de Versalles. Dagli Orti / Aurimages

Ex terrorista, responsable de algunos de los excesos más sangrientos de la Revolución, Joseph Fouché, gracias a su intelecto, su crueldad, su talento político y su inigualable “conocimiento de los hombres y de las circunstancias”, vivió para desempeñar un papel importante bajo Napoleón I y Luis XVIII

13 enero 2024.- Pocos personajes de la historia francesa han dejado una fama más siniestra que Joseph Fouché. Implicado en algunos de los episodios más sangrientos de la Revolución de 1789, se mantuvo en el poder bajo los regímenes políticos más diversos, desde el Directorio (1795-1799) hasta Napoleón (1800-1815) y la Restauración borbónica de 1815. Como ministro de Policía, un cargo que prácticamente inventó, aparentaba saberlo todo y era implacable persiguiendo todo tipo de subversión, real o imaginaria. 

La frialdad con que actuaba y su misma apariencia física causaban impresión. Victor Hugo lo llamó «alma de demonio, cara de cadáver», y el novelista Stefan Zweig lo calificó de «traidor nato, miserable intrigante, naturaleza de reptil». Sin embargo, Fouché también ha tenido defensores, como el novelista Balzac, que lo consideraba «uno de los hombres más extraordinarios y peor juzgados».

En sus memorias, Fouché cuenta que en 1808 advirtió a Napoleón del riesgo de intervenir en España: «Si os declaráis sin motivo contra la dinastía reinante, tendréis enfrente a la mayor parte de la población», le habría advertido.

La trayectoria vital de Fouché es tan escabrosa como fascinante. Nació en 1759, en el seno de una familia modesta enriquecida con la trata de esclavos, y se educó en una institución eclesiástica, el Oratorio, donde luego ejerció de profesor. Tras ingresar en la masonería, fue uno de los muchos jóvenes que en 1789 se lanzó de lleno a la política revolucionaria. 

Tras una infancia marcada por la pérdida de su padre y sus hermanos, Fouché moldeó su carácter en torno al silencio y el disimulo. En público se mostraba siempre impasible. Ni siquiera se alteraba en presencia de Napoleón. Cuando en una ocasión este le gritó: «Debería haceros fusilar», él se limitó a responder: «No comparto esa opinión, sire». Aunque llegó a amasar una de las mayores fortunas de Francia, jamás se inclinó por el exceso. Prefería los placeres tranquilos y la vida familiar, en la que fue un marido fiel y un padre que educó a sus hijos con benevolencia y ternura.

Joseph Fouché vestido como ministro de la Policía. Palacio de Versalles. Dagli Orti / Aurimages


REVOLUCIONARIO RADICAL

Tras el triunfo revolucionario, fue elegido en 1792 diputado en la Convención, y se sentó entre los moderados girondinos antes de pasarse a las filas jacobinas, desde las que votó a favor de la ejecución de Luis XVIII. No era buen orador, pero sí un organizador muy eficaz, como demostró en varias misiones en las que aplicó una brutal represión contra los enemigos de la Revolución, particularmente en Lyon. Su fe republicana era total: 

«Todo está permitido a quienes actúan en el sentido de la Revolución. No hay otro peligro, para el republicano que quedarse por detrás de las leyes de la República. Quien va por delante a menudo sigue sin haber llegado a la meta. Mientras haya un solo desdichado en la Tierra, habrá pasos que dar en el camino hacia la libertad».

Fouché mantendría siempre estrechos lazos con los jacobinos, pese a que fue uno de los instigadores de la caída de su dirigente Robespierre. Pero bajo el Directorio (1795-1799) su prioridad fue encontrar un puesto a su medida en el Gobierno. Lo logró finalmente gracias a Barras, que en 1799 lo nombró ministro de Policía, el cargo que ambicionaba. Ello no impidió que apenas unos meses más tarde traicionara a su valedor. 

Fouché sabía que el Directorio estaba totalmente desprestigiado y que se necesitaba «una cabeza y un sable», un hombre que pusiera orden. Alguien como Napoleón Bonaparte, el general más popular del país, que en octubre de 1799 volvió de Egipto con el propósito secreto de tomar el poder en Francia. Fouché resolvió no hacer nada contra la conspiración que el general puso en marcha y que concluyó con el golpe de Estado de Brumario y su proclamación como primer cónsul de la República. Para recompensarlo, Bonaparte lo confirmó como ministro de Policía


Grabado que representa las ejecuciones masivas de rebeldes federalistas con cañones a quemarropa, tras el asedio de Lyon, agosto-octubre de 1793. Grabado de Auguste Raffet, 1834.


Desde ese puesto, Fouché creó un sistema de vigilancia policial que serviría de modelo para todos los regímenes posteriores. Contaba con un cuerpo de policías enteramente a su servicio, estructurado en comisarías y prefecturas, y estableció una extensa red de confidentes. La leyenda hablaba de 40.000 soplones (mouchards), aunque en 1800 no eran probablemente más de 800. Esos espías estaban en todos los lugares y estratos sociales. A través de un cocinero, Fouché espiaba a Luis XVIII, exiliado en Inglaterra, pero hacía lo mismo con Napoleón mediante su esposa, Josefina de Beauharnais, a la que captó merced a una mezcla de amabilidad y dinero. La información era poder, y Fouché poseía la mejor. 

Para Bonaparte, Fouché resultaba imprescindible por su control sobre los enemigos del régimen napoleónico, tanto los jacobinos como los monárquicos. Que existía un peligro real lo demostró el atentado con bomba que Bonaparte sufrió en la Nochebuena de 1800, cuando se dirigía a la Ópera. Hubo víctimas mortales, aunque él salió ileso. El cónsul reprochó agriamente a Fouché el fallo de seguridad y lo acusó de proteger a sus antiguos amigos jacobinos, a los que consideraba responsables del intento de asesinato, pero el ministro estaba convencido de que se trataba de una conspiración monárquica y probó que estaba en lo cierto. 

En 1802, Bonaparte suprimió el Ministerio de Policía, pero dos años más tarde, cuando se coronó emperador, volvió a necesitar una mano firme a cargo de la policía y eligió a Fouché, el único capaz de cumplir aquella misión  satisfactoriamente. 

Retrato de Joseph Fouché, duque de Otranto, realizado en 1813. Escuela francesa. Gérard Blot / RMN-Grand Palais

En torno a Fouché ha florecido una leyenda negra de hombre maquiavélico y despiadado que empapa las biografías que se han escrito sobre él. No es el caso de la que le dedicó el prestigioso historiador Emmanuel de Waresquiel en 2014, en la que se destaca su pragmatismo político, su apuesta por el compromiso para apaciguar la sociedad y su fidelidad a los ideales de la revolución. Es notable que en 1815 Fouché escribiera: «No todo ha sido ilusión o crimen desde hace 25 años. Se ha terminado con abusos manifiestos y odiosos privilegios, se han consagrado sabios principios y se han puesto barreras al poder».

DESCONFIANZA IMPERIAL

Con todo, Napoleón veía con gran desconfianza a su ministro. Para empezar, sabía que se enriquecía con los fondos públicos. «Coge a manos llenas, debe de tener millones», decía. Pero no era eso lo que le molestaba, sino la independencia de criterio de Fouché. En una ocasión le advirtió: «Vuestro deber es seguir mi opinión, y no actuar según vuestro capricho». «Buscaba siempre dominarme para luego parecer que me dirigía», dijo en otra oportunidad. Esas diferencias escondían una discrepancia sobre la dirección que seguía el Imperio napoleónico. Frente al empeño de Bonaparte por hacer la guerra a toda Europa, Fouché se erigió en una suerte de oposición silenciosa, partidaria de la pacificación

Aunque Fouché había sido Ministro de Policía sólo durante tres meses cuando el general Bonaparte hizo su apuesta por el poder supremo en el golpe de Estado de Brumario (9 y 10 de noviembre de 1799), el Primer Cónsul y sus colegas lo confirmaron en el cargo posteriormente. Su contribución al éxito de la gran empresa había sido comparativamente modesta.

El segundo día, cuando Bonaparte iba a ganarse a los representantes electos de Francia reunidos en Saint-Cloud, Fouché, permaneciendo cautelosamente en París, había enviado a Thurot, secretario general de su ministerio, a Saint-Cloud con órdenes de mantenerlo informado. “El éxito”, dijo este hombre a Lavallette, “es esencial. Conozco a mi Ministro lo suficiente como para predecir que le haría pagar caro el crimen del fracaso.

Como es bien sabido, el éxito en Saint-Cloud no se produjo gracias a las persuasiones de Bonaparte, sino a través de los granaderos de Murat, y el primer cónsul supo sólo más tarde que Fouché en París había hecho todos los preparativos para arrestarlo a él y a sus compañeros de conspiración en caso de que el intento fracasara

En 1809, Fouché alcanzó quizá la cúspide de su carrera al dirigir, en ausencia del emperador, la defensa del país frente a una invasión británica desde los Países Bajos, una gesta que le valió el ducado de Otranto. Sin embargo, cuando al año siguiente mantuvo negociaciones de paz con Inglaterra a espaldas del emperador, este, al enterarse, lo fulminó del Gobierno. «Hace cosas demasiado importantes sin consultarme», se justificó. El flamante duque quemó los documentos sensibles del ministerio antes de retirarse.

Tras la derrota del Imperio francés en 1814, Fouché asistió sin inmutarse a la primera abdicación del emperador y estableció contactos con el nuevo Gobierno borbónico, lo que no impidió que al volver Napoleón de su exilio en Elba aceptara ser su ministro de Policía por tercera vez. Durante los Cien Días se manifestó el hilo conductor de su política entre sus tantos vaivenes: la fidelidad al legado de la Revolución. Por eso hizo suprimir la censura, evitó los juicios militares a los traidores, conminó a la policía a desempeñarse con respeto a la ley y las libertades, y sugirió a Napoleón que actuara como un monarca constitucional


Napoleón anuncia su derrota en Waterloo a cuatro jacobinos en París, entre ellos su ministro de Policía, Fouché, el primero por la izquierda. En realidad, la caricatura alude al choque de Les Quatre Bras, unos días antes de la gran batalla. Alamy / Cordon Press


AL SERVICIO DE LUIS XVIII

Fouché sabía que los días de Napoleón estaban contados y enseguida estableció contactos con el extranjero. «Me traicionáis, señor duque de Otranto», le espetó Napoleón, sin atreverse a destituirlo. Tras la derrota del emperador en la batalla de Waterloo, Fouché se convirtió en presidente de un Gobierno provisional. Su deseo habría sido establecer una república inspirada en los ideales de 1789, pero a la postre resolvió facilitar el regreso de Luis XVIII, tratando, eso sí, de que el liberalismo no muriese y de entregar «la Revolución al rey y el rey a la Revolución». 

El nuevo rey lo mantuvo en el puesto de ministro de Policía, pero el escándalo de tener a un regicida en el Gobierno fue insostenible, y Fouché fue destituido y condenado al exilio. Poco antes de morir, en Trieste, Fouché, el maestro del secreto, mandó prender fuego a gran parte de su archivo personal.


Para saber más:

J. Fouché. MemoriasBiblok, Barcelona, 2014.

Emmanuel de Waresquiel. FouchéTallandier, París, 2014.

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