PERSONAJES. Catalina la Grande, zarina por la gracia de un "golpe"

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Coronación de gala. El retrato de la coronación de Catalina la muestra en todo su esplendor imperial. Luce todas las galas reales, con su reluciente corona de diamantes y la banda azul de San Andrés, el mayor honor del Imperio ruso. Foto: Josse / Leemage / Getty Images

25 marzo 2023.- En 1729, en el seno de una familia de la decadente nobleza prusiana y en la inhóspita plaza militar de Stettin (actual Szczecin, en Polonia), nació una niña que recibió el nombre de Sofía. Su infancia fue pobre en amor paterno, pero rica en educación y actividad social. Su madre, Juana Isabel de Holstein-Gottorp, sabía usar sus contactos sociales y familiares; su padre, el príncipe Cristian Augusto de Anhalt-Zerbst, tenía un nombre más imponente que su apacible y frugal persona. El matrimonio no fue feliz y la llegada de una hija tampoco contribuyó a ello. Años después, en sus memorias, la ya emperatriz Catalina de Rusia diría sobre su llegada al mundo: «No fui recibida con mucha alegría».

La excelente educación que recibió tenía un único objetivo: encontrarle un buen marido. Incluía lecciones muy variadas, desde cómo hacer reverencias hasta filosofía y francés, la lengua de la élite europea. Aunque a Juana le preocupaba el «demonio del orgullo» en su hija, se la llevaba en sus viajes a las cortes del norte de Alemania, como parte de su campaña para concertar el matrimonio de la muchacha, que no era muy agraciada, pero tenía encanto. Durante una visita a Lübeck en 1739, con sólo diez años, Sofía conoció a su primo segundo Karl Peter Ulrich, el único nieto vivo del zar Pedro el Grande; huérfano desde hacía poco, el chico era en aquel entonces duque de Holstein.


En este mapa de Europa hacia 1720, obra del cartógrafo alemán Johann Homann, se han situado tres lugares ligados con Catalina II: Stettin, su ciudad natal; Moscú, donde fue coronada como emperatriz, y San Petersburgo, sede de la corte de los zares. Foto: AKG / Album.


Siempre pendiente de los cotilleos de la corte, Sofía supo que el pequeño duque, a pesar de que sólo tenía once años, era impulsivo y «dado a la bebida». El joven Pedro sufría malos tratos por parte de su tutor principal, que lo solía castigar dejándolo sin comer. Encontraba consuelo en sus soldaditos de juguete y tocando (mal) el violín. Nadie parecía tomarse su educación en serio. Su «profesor más concienzudo –recordaría Catalina mordazmente sobre la infancia de su futuro marido– fue el maestro de ballet Landé», quien sin embargo fracasó totalmente en la tarea.


El hogar de la infancia. Catalina la Grande pasó su infancia en el castillo ducal de Stettin (arriba; es la actual Szczecin, en Polonia), donde su padre, el príncipe Cristian Augusto de Anhalt-Zerbst, sirvió como gobernador. Foto: DEA / W. BUSS / Getty Images.

Una esposa para el futuro zar

Unos años después, la emperatriz rusa Isabel, una hija de Pedro el Grande que en 1741 se hizo con el poder mediante una intriga palaciega, hizo venir desde Prusia a ese chico poco preparado y maltratado, que era su sobrino. Dado que ella carecía de descendencia, podría ser el legítimo heredero de la dinastía Romanov. La zarina no se contentó con eso: también pensó en buscar una futura esposa para Pedro. Fijó su casamentera mirada en la antigua compañera de juegos del pequeño Pedro, la sociable y educadísima Sofía, con cuya madre, la prusiana, Juana, estaba emparentada. Parecían hacer buena pareja, pero su unión estaba condenada al desastre.

Con apenas 14 años, la princesa alemana tomó el camino de Rusia acompañada por su madre. En la corte de los zares, Sofía se comportó con la debida humildad. Trataba al joven duque como su «señor» y se esforzaba por complacer a la emperatriz. También hizo todo lo necesario para adaptarse a las costumbres rusas. Fue instruida por un sacerdote en la religión ortodoxa y puso todo su empeño en aprender ruso. 

Como las lecciones diarias no le bastaban, se levantaba por las noches para memorizar palabras rusas, caminando descalza sobre los suelos fríos de su residencia en Moscú, donde pasó sus primeros meses en Rusia. Estos ejercicios acabaron por provocarle una neumonía que hizo temer por su vida, pero le sirvieron para granjearse una gran reputación como devota de su nueva patria. Su imagen mejoró aún más cuando, en lo más grave de su neumonía, rechazó que la atendiera un sacerdote luterano y pidió uno ortodoxo. Tras recuperarse, se celebró solemnemente su conversión a la ortodoxia, momento en que pasó a llamarse Catalina (Ekaterina) por deseo de la emperatriz Isabel, a la que no le gustaba el nombre de Sofía, que había llevado una tía suya a la que detestaba.


La catedral de San Pedro y San Pablo se alza a orillas del río Nevá, en San Petersburgo. Construida entre 1712 y 1733, alberga las sepulturas de los emperadores rusos, entre ellas las de Pedro I y Catalina la Grande. Foto: Vladislav Zolotov / Getty Images.

Una relación fallida

La relación de Catalina con el infantil Pedro evolucionó, pero a peor. Sobre su nada romántica noche de bodas de 1745, Catalina escribiría: «Se acostó y continuó así durante nueve años». Para pasar el rato, Catalina jugaba con sus damas de compañía a la gallina ciega, la brisca y el faro. Se convirtió en una excelente amazona, usando faldas largas para que no se viera que cabalgaba sentada a horcajadas sobre la montura. Pedro jugaba con sus soldaditos o «rascaba» el violín, una afición sobre la que ella escribió: «Me torturaba los oídos de la mañana a la noche». 

Pasaban los años y la infeliz pareja hacía de todo menos garantizar la continuidad de la dinastía Romanov con un heredero. La emperatriz Isabel empezaba a impacientarse.


Una joven princesa. «Jamás me he creído hermosa, pero tenía encanto y sabía cómo complacer», escribió Catalina la Grande recordando sus primeros años en la corte rusa. Arriba, Catalina en un retrato de juventud. Foto: Alamy / Cordon Press.


En una ocasión, la principal dama de compañía de Catalina le advirtió de que, cuando entraba en juego un «interés mayor», se podían hacer excepciones en las reglas de la fidelidad conyugal. Por eso le sugería que eligiera «entre S. S. y L. N.» y ella les dejaría el campo libre. Los aludidos eran dos gentileshombres de cámara de Pedro, Sergéi Saltykov y Lev Naryshkin. En realidad, Catalina ya había elegido, pues el primero de ellos, un apuesto joven de 26 años conocido por sus múltiples aventuras femeninas, era su amante desde hacía unos meses. 

Finalmente, en 1754 llegó un hijo. La emperatriz le puso el nombre de Pablo y lo separó inmediatamente de Catalina para encargarse ella misma de su crianza. Lo mismo sucedió con la hija que Catalina tuvo tres años después fruto de su relación con el conde Poniatowski, un joven polaco llegado a San Petersburgo –la capital de Rusia– como secretario del embajador de Gran Bretaña. Todos sabían que ninguno de los dos niños era hijo de Pedro. El mismo gran duque era el primero en darse cuenta.

En una ocasión exclamó: «Dios sabe de dónde saca mi mujer sus embarazos». Catalina podía continuar con sus amoríos, pero a cambio veía cómo, tras cumplir con su misión de dar un heredero al trono, quedaba apartada de sus hijos y la emperatriz Isabel la marginaba de la vida de la corte. Desencantada, llegó a manifestar su deseo de abandonar Rusia, pero la emperatriz no se lo permitió. Así que se quedó, pero decidió que ya no se comportaría como una princesa humilde y servicial, sino que mantendría «la cabeza alta».

Retrato de familia. La pintora alemana Anna Rosina Lisiewska realizó en 1756 un retrato oficial de la familia real rusa: el futuro Pedro III, Catalina II y un joven Pablo (que algunos identifican como un paje). Museo Nacional de Estocolmo. Foto: Sepia Times / Getty Images.

Pedro y Catalina se coronan

La situación en la corte cambió cuando se supo que la emperatriz Isabel estaba gravemente enferma y que su fin estaba próximo. Se acercaba, pues, el momento en que su sobrino subiría al trono, una perspectiva que inquietaba a muchos.

El heredero sentía una admiración sin límites por Federico de Prusia, el rey guerrero que había revolucionado el tablero de la política europea desde 1740. En esos momentos, Rusia estaba combatiendo contra Prusia en el contexto de la guerra europea de los Siete Años (1756-1763), y los generales rusos temían que, al llegar al poder, Pedro quisiera complacer a Federico ofreciéndole la paz. También el clero se inquietaba por la actitud del príncipe –de simpatías luteranas– hacia la Iglesia ortodoxa rusa. En cuanto a Catalina, veía con alarma cómo Pedro anunciaba a los cortesanos su propósito de divorciarse mientras se presentaba en público junto a su amante, Isabel Vorontsova. En cuanto a ella, tras el retorno de Poniatowski a Polonia, había encontrado un nuevo amante, Grigory Orlov, un apuesto oficial de artillería del que no tardó en quedar embarazada.

El 25 de diciembre de 1761, la emperatriz Isabel murió de una embolia y Pedro heredó el trono. Todos los temores sobre su comportamiento como zar se confirmaron. De inmediato, Pedro ordenó que las tropas rusas se retiraran de los territorios conquistados a Prusia y firmó la paz con su admirado Federico, enfureciendo a Francia y Austria, aliados de Rusia. Pedro también se propuso reformar el ejército según el modelo prusiano, empezando por los uniformes: en lugar de las tradicionales casacas rusas, los soldados deberían ponerse ajustados uniformes a la prusiana, con hombreras y botones dorados, vestimenta elegante, pero poco apropiada para el gélido invierno ruso. En cuanto a la Iglesia, puso todas sus propiedades bajo el control de un departamento gubernamental, prohibió la veneración de iconos en las iglesias y exigió a los sacerdotes que se afeitaran la barba y abandonasen sus típicas túnicas. 


El encanto de Peterhof. El palacio construido por Pedro el Grande en las afueras de San Petersburgo era el lugar de veraneo preferido de la familia imperial rusa. Catalina solía hacer cabalgatas diarias por sus espléndidos jardines. Foto: Günter Gräfenhain / Fototeca 9x12.

Conspiración contra el zar

La situación de Catalina no era menos angustiosa. Mediante todo tipo de argucias logró ocultar su embarazo, y el día del parto su ayuda de cámara provocó un incendio en San Petersburgo para distraer al emperador, una artimaña que tuvo éxito. Pero la actitud de éste era cada vez más hostil hacia su esposa. Días después de dar a luz en secreto, Catalina acudió a un banquete oficial en el curso del cual Pedro la insultó en público, gritándole «¡estúpida!», y esa misma noche ordenó que la arrestaran, aunque luego se echó atrás. 

Catalina comprendió que si no actuaba pronto estaría perdida. Debía pensar y rápido, no sólo por ella, sino también por el futuro de Rusia. Como escribiría en sus memorias: «La cuestión era morir con él [por una revuelta de los rusos contra el zar amigo de Prusia], que él me matara o bien salvarme a mí y a mis hijos y quizás a todo el país del desastre. La última opción parecía la más segura».

La conspiración para derrocar a Pedro III se puso en marcha. El arresto casual de un implicado precipitó los acontecimientos. En la madrugada del 28 de junio, aprovechando que el zar se hallaba dirigiendo unas maniobras militares en Oranienbaum, a 50 kilómetros de San Petersburgo, Orlov fue a buscar a Catalina al palacio de Peterhof para traerla a escondidas a la capital y hacer que se la reconociera como zarina. Con un sencillo vestido negro y montada en una simple carroza de alquiler, Catalina entró en un cuartel de las afueras de la ciudad y explicó a los soldados que el emperador la había amenazado a ella y a su hijo, pero que lo que le preocupaba era la suerte de Rusia y de la Iglesia ortodoxa y por eso había decidido tomar el poder.

Los soldados respondieron con entusiasmo, el capellán del regimiento la bendijo y todos juraron lealtad a «Catalina II de Rusia».

Favorito de la emperatriz. Retrato ecuestre del conde Grigory Grigórievich Orlov, amante de Catalina II, por Vigilius Eriksen. 1766. Hermitage, San Petersburgo. Foto: Prisma / Album.

A continuación, Catalina entró en la capital y se dirigió a la catedral de Nuestra Señora de Kazán, donde el arzobispo la proclamó autócrata soberana y declaró a su hijo Pablo como heredero. La comitiva se encaminó luego al palacio de Invierno. Allí, tras alguna vacilación, los soldados que hacían guardia se quitaron los uniformes prusianos para ponerse viejas casacas rusas y jalear a la nueva emperatriz. 

Ya dentro del palacio, Catalina abrazó a su pequeño hijo y lo mostró a los soldados. Luego fue recibida por los miembros del Senado y del Santo Sínodo de la Iglesia ortodoxa y pronunció ante ellos su primer manifiesto imperial, en el que de nuevo afirmaba que había tomado el poder para defender a Rusia y a la religión ortodoxa, y liberar el país de la tutela extranjera. Una multitud rodeó el palacio en homenaje a la nueva soberana.


Portada del Nakaz, sistema legal de Catalina inspirado en las obras de Montesquieu. Foto: Lillian Goldman Law Library, Yale University.

Catalina la Grande

Faltaba resolver el problema del zar, que estaba en Oranienbaum, ajeno al complot. Al final, avisado de lo que sucedía en la capital, Pedro III rechazó el consejo de sus ministros de marchar sobre San Petersburgo al frente de los regimientos que le eran fieles y prefirió quedarse en palacio esperando acontecimientos. Por su parte, Catalina marchó en persona a Oranienbaum al frente de un contingente de 14.000 soldados, a lomos de un corcel blanco y vestida con retazos del tradicional uniforme militar ruso. 

Cuando Pedro III lo supo cayó en un total abatimiento. Intentó negociar un acuerdo con su esposa, pero finalmente aceptó firmar la abdicación. Luego fue llevado preso al palacio de Ropsha, a las afueras de San Petersburgo. Federico el Grande, poco benévolo para con su rendido admirador, opinaría más tarde: «Permitió que lo destronasen como se manda a un crío a la cama». El infortunado Pedro moriría en prisión en oscuras circunstancias apenas ocho días después de haber renunciado al trono.


El triunfo del golpe. Al fondo de esta imagen aparece Catalina en el balcón del palacio de Invierno de San Petersburgo tras triunfar el golpe de Estado que derrocó a su esposo Pedro III el 28 de junio de 1762. Este grabado muestra el entusiasmo de sus partidarios. Siglo XIX.Foto: Album


Tres meses después del golpe de Estado, Catalina marchó a Moscú para celebrar allí su coronación solemne. Pedro III no se había molestado en realizar este acto, y ella no repetiría el error; sabía que para ser reconocida como soberana necesitaba la aprobación de Moscú, la antigua capital de Rusia, donde habían sido consagrados todos los zares. Acudió junto a su hijo y heredero, el príncipe Pablo, de siete años. La precedió un cortejo de carros cargados con 120 barriles de roble llenos de monedas de plata que sus servidores arrojarían a la multitud.

La corona de Catalina. Con cerca de 5.000 diamantes incrustados y un rubí de 398 quilates, fue el símbolo del poder imperial durante 155 años, hasta el fin del gobierno de los zares en 1917. Foto: Fine Art Images / Album


En la catedral del Kremlin, ante el clero ortodoxo en pleno, los funcionarios y los embajadores extranjeros, ella misma se colocó sobre la cabeza la corona imperial, tomó el orbe y el cetro y fue ungida con los santos óleos. Dios la hacía emperatriz, y ella, como su sierva, asumía la misión de proteger a Rusia y a sus gentes. Durante los ocho meses que permaneció en la antigua capital de Rusia, sus habitantes la jalearon a cada paso que daba. «Me es imposible salir a la calle o asomarme siquiera a la ventana sin que estalle una aclamación tras otra», dijo.

Sin ser rusa ni una Romanov, Catalina tuvo de repente poder supremo sobre más de 20 millones de personas. Su reinado de 34 años, el más largo de cualquier mujer en la historia de Rusia, se guio por su deseo de terminar lo que había iniciado Pedro el Grande: la modernización, occidentalización y expansión del Imperio. De sus logros da fe el sobrenombre que se le dio ya en vida, aunque ella rechazaba utilizarlo: Catalina la Grande. A su llegada a Rusia a los 14 años, había tenido que cambiar de nombre, de religión y de idioma para hacerse un lugar en la corte. Sin embargo, sería ella quien acabase cambiando Rusia.


El legado de Pedro. Catalina deja trofeos ante la tumba del zar Pedro I. Óleo sobre lienzo por Andreas Caspar Hüne. 1791. Museo del Hermitage, San Petersburgo. Foto: AKG / Album.


Catalina la Grande admiraba al zar Pedro I. Más conocido como Pedro el Grande, este monarca es célebre por transformar y modernizar la Rusia del siglo XVIII. Impulsó la industrialización, reforzó el ejército y fomentó las relaciones con Europa occidental. Cuando Catalina llegó a emperatriz, en 1762, deseaba demostrar su lealtad a Rusia y su historia, y una manera de hacerlo fue mediante obras de arte que la relacionaban con Pedro I. Esta pintura de 1791, encargada por Catalina (a la derecha) tras el final de la guerra ruso-turca, la muestra dejando trofeos arduamente ganados en la batalla de Chesma ante una metafórica tumba de Pedro el Grande (su sepultura real está en la catedral de San Pedro y San Pablo). Catalina se muestra humilde ante su predecesor, suplicándole la bendición para sus proyectos de expansión imperial.

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La Crónica del Henares: PERSONAJES. Catalina la Grande, zarina por la gracia de un "golpe"
PERSONAJES. Catalina la Grande, zarina por la gracia de un "golpe"
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